Pablo Escobar estaba empeñado en que su mujer se convirtiera en primera dama. Su afán por ser presidente se desvaneció gracias a la valiente oposición de personas como Rodrigo Lara. El ministro de Justicia de Betancur expulsó del Parlamento a Escobar acusándolo de narcotraficante y ordenando el registro de su megalaboratorio de coca. Poco después unos sicarios con los bolsillos llenos de plata llenaron de plomo el cuerpo del ministro. Otra viuda, tres niños huérfanos más.

En 1989 Escobar quiso eliminar a los principales competidores en la carrera por el puesto de máximo poder que ya nunca ocuparía. El 18 de agosto, el candidato liberal Luis Carlos Galán recibió varios disparos cuando se disponía a hablar más de la cuenta en un acto electoral. Meses más tarde el plan para mandar al otro barrio al sucesor de Galán salió mal: el 27 de noviembre César Gaviria no subió como estaba previsto al vuelo 203 de Avianca. La bomba que no acabó con él mató a más de cien personas que probablemente no tenían muchas inquietudes políticas. Gaviria acabó ganando.

La guerra contra el Estado de Escobar se llevó por delante a unos 1.000 policías y a 3.500 civiles. La coacción mafiosa que fue imponiendo el soberbio emperador del polvo blanco resultó tan extrema que le permitió modificar la Constitución de su país para no ser extraditado a Estados Unidos.

Recientemente la figura de Pablo Escobar ha vuelto a los medios a raíz de «Narcos», una serie de Netflix que narra las peripecias vitales del omnipotente capo del cártel de Medellín desde el punto de vista de un agente de la DEA (la organización antidroga de Estados Unidos) encargado de echarle el guante. Según el hijo de Escobar, los diferentes capítulos de la serie dulcifican la imagen de su padre.

Hace poco he visto a gente modernita de cierta edad con camisetas inspiradas en el desafiante lema que fundamentó el modus operandi de Escobar, “plata o plomo”, la brutal disyuntiva que lo encumbró hasta morir de éxito. Una alumna me soltó la frasecita el otro día haciendo una V con sus inconscientes dedos de quince años.

Supongo que en la popularidad de Escobar subyace el mismo proceso de idealización romántica en función del cual una red criminal como la mafia italiana goza en el imaginario colectivo de la aceptación necesaria para inspirar un anuncio de televisión, una chirigota de carnaval o el nombre de un restaurante. La oscura rebeldía contra las normas sigue teniendo tirón. Si antes fueron los piratas o los bandoleros, ahora ha llegado el turno del narcotraficante. Y es que si ignoras todo el rollo de los muertos y sus familias y no te amargas la vida pensando, Pablo Escobar mola un montón. El tío los tenía bien puestos. Un malote superguay. Un poquillo asesino pero buena gente en el fondo. De hecho voy a pedirme una camiseta. Y no descarto tatuarme en el pecho la cara del bigotudo Robin Hood de la farlopa. Plata o plomo, claro que sí.

* Profesor del IES Galileo Galilei