Un curioso paralelismo se establece en los meses de verano entre el ciudadano y el policía para las vacaciones. Mientras el primero prepara sus maletas llenándolas de planes de descanso y asueto, el segundo empaca uniformes suficientes para no limitarse a lavar y poner. El primero se desplaza por ocio, el segundo por compromiso por aquello en lo que cree: garantizar la seguridad sobre las personas y sus pertenencias buscando ofrecer un descanso que no venga de regreso teñido por malas experiencias. Probablemente ese policía forme parte de los dispositivos especiales que se diseñan para afrontar con rigor el desplazamiento de los terceros implicados en esta tríada: los ladrones que también buscan hacer su agosto.

Aunque la mejor arma de la seguridad es la prevención y, de hecho, así se intenta transmitir en las campañas que, verano tras verano, pretenden recordar cuestiones de protección básicas: no dejar pistas de las ausencias del domicilio (encargar a alguien que nos recoja el correo, si es posible que cambie el estado de las persianas, encienda alguna luz...), no publicitarlo en las redes sociales, llevar los objetos de valor encima y no dentro de la maleta, vigilar las pertenencias personales y extremar precauciones en los momentos y lugares de masificación tratando siempre de no ponerle las cosas fáciles al enemigo de lo ajeno, que no es tonto, siempre planificará primero su huida eligiendo a las presas más fáciles, aquellas que ponen menos atención y cuidado.

El problema radica a la vuelta de las vacaciones que muestran tres escenarios distintos enmarcados en las situaciones administrativas, jurídicas y legislativas con las que contamos en este país y que, lamentablemente, acaban generando malestar y desconfianza en el sistema en el ciudadano que padece esta lacra, desmotivación y frustración profesional en el policía y una sensación de impunidad exultante para el amigo de lo ajeno. De nada sirve planificar dispositivos específicos, hacer el milagro de los panes y los peces con los limitados medios humanos y materiales con los que cuentan nuestros cuerpos policiales, implicarse en el cumplimiento del deber, si finalmente, la legislación es tan laxa que no resulta un recurso ni suficientemente contundente ni disuasorio para conseguir modificar las conductas criminales.

No se debe utilizar a la policía como arma política al albur de la opinión pública ni basar la prevención en una cuestión estacional, sino en una aplicación de medidas administrativas y penales mucho más contundentes y coherentes con la situación social y la dimensionalidad delincuencial, que permitan un seguimiento permanente en el tiempo de las estrategias de seguridad que desfavorezcan la sensación de inseguridad de la ciudadanía y, sobre todo, de la percepción de impunidad de la que gozan los delincuentes y que tan vulnerables nos hacen sentir a todos.

* Periodista y experta en seguridad