Estamos viendo pisos. Parece el título de una película de terror. Hipotecarme, como morirme, se me va a hacer inevitable. Finjo entusiasmo por respeto a mi matrimonio, por amor a mis hijos, futuros herederos de aquel puñado de metros cuadrados, y por mí mismo. Tendré que currar toda la vida para pagar ese hogar. Madrugones, llamadas al despacho del jefe, gente en Twitter diciendo que no sé hacer mi trabajo. Bien, lo asumo. No tengo más aspiración en la vida que ser un ciudadano vulgar. Tengo pasiones diminutas. A lo grande, solo sé soñar. Nos llaman de inmobiliarias y nos ofrecen zahúrdas. «No es lo que buscamos», contesto amablemente. «Es que por ese precio...», me dicen. Ese precio equivale a dieciséis Dacia Duster, a ciento y pico bajos Fender Jazz Bass americanos, a tres mil trescientas camisetas del Córdoba, a cuarenta mil Larios Cola. Pienso en la hipoteca y se me pone carita de Maria Antonieta subiendo al cadalso. Con su misma gracia enfilo las escaleras hacia el piso que me enseñan, con inexplicable desidia, algunos jóvenes comerciales. Con sus propias hipotecas. Con sus propias grises rutinas. Corbatas verdes, mascarillas y bombonas de butano. Cualquiera me valdría, pienso. Pero pregunto con dramática perseverancia. La presión de los grifos, el vecino de enfrente, el ruido del bar de abajo, el frío en invierno, el calor en verano, la exacta caída del sol sobre el salón a las doce de la mañana. Quiero saberlo todo sobre pisos que no me puedo permitir. Hay banqueros escondidos en los armarios. Frotándose las manos. Incapaces de contener su risita vampírica. Me parece escucharlos, detrás de las puertas descascarilladas, garabateando cifras en un cuaderno, accediendo a mis cuentas, sorbiéndome el alma entrampada.

«Un caracol sin casa es una babosa», me dice un amigo. Se hipotecó hace años. La entrada se la pagamos entre toda la pandilla, asumiendo durante años su parte de las litronas y los gublins porque «tíos, hoy no me he traído dinero». Hay gente que vale para eso. Hay más arte en un buen gañoteo que en Velázquez. Yo siempre he sido de vivir sin pedir prestado. No es que ahora me arrepienta, pero no hubiera venido mal algo de tacañería. Cuánto tiempo dedicado a las terrazas, a las resacas, al bullicio, a las luces y a la gente. A esa noche que se abría como una flor del Hades, con su perfume diabólico e irresistible. Ay, sentar la cabeza, qué acrobático me está resultando. El dinero llama al dinero, dicen. Pero en mi cuenta corriente, si gritas, solo se escucha el eco.

Sin adjetivos seríamos piedras. En la descripción se desborda nuestra humanidad. Luminoso, amplio y tranquilo son las tres mentiras que más he escuchado en estas últimas semanas. Pienso en estos días en otro popular adjetivo: campechano. Por lo del Rey. Ya ves. Campechano era una manera elegante de decir que sus pecados y los nuestros no estaban tan distantes. Follar y comer gambas. Viajar y saludar desde lejos. Quién no lo firmaría. Soy un republicano sin aspavientos. Si alguna vez tengo la posibilidad de expresarlo en una urna, lo haré. Una institución hereditaria es un sin sentido, aunque de vez en cuando alguno salga bueno. Que cada uno se haga cargo de sus hijos. Miradme a mí, lo último que desearía es que mis dos salvajes tuvieran que decidir cosas importantes sobre vuestro futuro. Miro pisos y Juan Carlos sale de España. Su vida y la mía se diferencian por la sangre. La suya alberga palacios. La mía, dos caminos, fija o variable. Tiendo a no sentir lástima por los demás. Guardo mi corazón al lado de los calippos. Con el tiempo he aprendido que, a quien más se queja, mejor le va. Están entre nosotros. Tienen media hipoteca pagada. Otros, a los cuarenta, aún buscamos un nido. Construiré mi castillo con amor. Cada euro que ponga saldrá de mi esfuerzo. Son los placeres del pobre: honradez y apatía. Seguir viviendo como si nada. Tapando agujeros. Toreando las miserias. Garabateando deseos. No tener que salir nunca por patas. Ser dueños de nuestros imposibles y reyes de nuestras esperanzas