La distancia en coche entre El Cairo y Beirut puede superar las 17 horas. Y eso, en condiciones normales, marchamo difícil de conseguir en Oriente Próximo, en el cual el coronavirus es un jalón más de su convulsión continua. No hay pirámides en el Líbano. Al menos de la majestuosidad del complejo de Giza, en las cuales Napoleón se puso tan solemne con los 40 siglos contemplados como Armstrong con el gran paso para la Humanidad. Pero en el País de los Cedros, como en tantísimos lugares del mundo, abundan otras pirámides, fundamentalmente las de Bird.

Esta figura geométrica se encuentra en el catecismo de los prevencionistas. Según Frank Bird, cada accidente mortal descansa sobre una base de 30.000 comportamientos inseguros. A falta de una investigación oficial, que puede llegar tarde, mal o nunca, imaginen la colosal cimentación de negligencias que han derivado en la trágica deflagración del puerto beirutí. Y, con independencia de que pudiese demostrarse la incidencia de un factor externo, tiene que existir un cúmulo de despropósitos para que una sustancia tan inflamable como el nitrato de amonio no haya estado expuesta a los pertinentes mecanismos de control. El resultado fue ese sucedáneo de hongo nuclear que convierte nuevamente en un avispero a la que fuera la perla del Mediterráneo oriental. Hay un eje afrancesado entre Beirut y Saigón, y parece que la decadencia colonial gala dejó un halo de malditismo.

De los errores se aprende, o al menos eso antes se decía. Lo abominable es que este arranque de aprendizaje parta casi siempre de la tozudez de las desgracias. Hoy se cumplen 42 años y un mes del espeluznante accidente de los Alfaques en el que un camión cisterna, sobrecargado de propileno, reventó a la altura de un camping tarraconense. Resultado: 217 fallecidos. Muchas de las víctimas encontraron la muerte en el mar, intentando aliviarse del fuego, cuando la temperatura del agua alcanzó en esos momentos los 2.000 grados Celsius. A consecuencia de ello, se pegó un zarandeo al erial nacional en seguridad industrial, vigilando entre otros los sistemas de sobrepresión de las cisternas, o regulándose años después el sistema de almacenamiento de productos químicos. Porque tener bien separadas una serie de sustancias químicas resulta tan necesario y pedagógico como señalar que la bala y la velocidad deben guardarse en armarios distintos. El tecnicismo se enfila como la coartada popular para mirar con cierto desdén la procelosa normativa de seguridad industrial, o la meticulosa regulación del transporte de mercancías peligrosas, cuyos frutos han supuesto que en este país no se repita otra tragedia como la de los Alfaques. Y es que la simple revisión de un cuadro eléctrico puede evitar muchos males mayores, dígase el incendio de todo un inmueble.

En estos tiempos de la cólera y del covid, las pirámides de Bird sobrevuelan sobre nuestras cabezas como llamas de Pentecostés. Salvo que aquí las conductas inseguras se concentran como el Avecrem, y nos basta las diez mil milésimas parte de sus zapatas para crear un problema de seguridad pública. Curiosos los giros de la semántica. Hace nada, la ministra Salgado se agarraba al talismán de los brotes verdes para anunciar la tierra prometida que repudiaba a Lehman Brothers. Hoy nos dan mucho asquito los brotes, la expresión afásica de nuestra tontuna; la moneda de cambio de nuestra incompetencia. Vuelven a incrementarse peligrosamente los ingresos hospitalarios para demostrar que este un largo, que no un plácido verano. Nunca como ahora tuve tantas ganas de destruir pirámides.