Desde siempre he tenido muy buenos amigos pintores, no creo que sea por mi afición a la pintura, sino porque aprecio la sensibilidad y la prudencia que hallo en casi todos. Sí, porque cuando sale uno radicalmente imprudente, como Ginés Liébana, tiene mucha gracia.

Manuel Aumente fue contertulio en los tiempos de la Revista del Mediodía; orfebre de primer nivel europeo.

Cuando por Buen Pastor paso ante el salón de té recuerdo a la propietaria y creadora de la casa, la pintora Inmaculada Montero, de la que tengo colgados dos preciosos óleos en mi cuarto, uno de ellos un nocturno, su especialidad. Su esposo, mi buen amigo Carlos Gil García, retrató a pastel a toda una generación de abogadas jóvenes y guapas. Hoy en Motril dedica ella sus atenciones a las plantas de su ático y a un perrito que acaba de fichar para su equipo de soledades. Carlos se fue de esta vida no ha mucho.

Eso sí, después de ver y dibujar la última corrida de toros.

Con Antonio Povedano, uno de mis mejores amigos, durante muchos años hice camino al andar. Mi estudio se enriquece con el óleo El monumento, que la crítica egipcia elogió sobremanera en su día, una vidriera con alegoría a las doce tablas de la ley y dos retratos míos a líneas, uno con veinticinco años y otro con la papada de los setenta.

Los viejos rockeros nunca paran. En mi círculo más próximo y entrañable hay ahora mismos dos grandísimos pintores, jubilados hace tiempo de sus quehaceres académicos, las cátedras en la Escuela de Artes y Oficios, con exposiciones colgadas.

Una tiene por título La belleza es verdad, lo que desde luego es verdad, y es la retrospectiva de Juan Hidalgo del Moral, con veinte cuadros grandes y un catálogo importante, en el que imprudentemente va un texto mío: «La pintura de nuestro pintor es recia, penetrante y permanente. Ejemplo: hace muchos que vi el retrato de Juan Gómez Crespo, pues bien, lo recuerdo vivamente, no obstante su oscuridad, como si lo hubiera visto ayer. Pero ayer, en su estudio, vi otros retratos: el de José Cosano, que puede por sí mismo presidir y dirigir una sesión de la Real Academia, o el de Manolete con esa profunda tristeza que solemnizaba su expresión, haciéndola tan personal e inconfundible.

No obstante sus dotes para el retrato, Juan Hidalgo tiende más a la pintura coral: ¡como emergen desde su desaliento los costaleros bajo las andas del paso, soportando el gran peso!

Hidalgo no es un pintor de la luz como puede serlo Sorolla, más bien todo lo contrario, pero la luz es un elemento muy valioso y muy usado por él: para acercar o alejar, para marcar profundidad, pero no en un juego convencional de sombras y luces, desde luego.

Nuestro pintor, como todo buen artista, es persona de retos. Cada mano que representa lo es; y siempre lo resuelve bien. Y podíamos seguir con los pliegues del ropaje y con tantas otras peculiaridades. Para tratar de ellas están las firmas consagradas entre las que la mía no pasa de ser la de un modesto y entusiasta admirador y acompañante. Es una buena exposición de un buen pintor».

Interrumpo aquí el artículo porque voy a votar. Sí, lo de siempre; no, lo de nunca; nunca tuve dudas. Cuando vote iré a ver la exposición de Bujalance. Que doy por supuesto que es de galaxias, que es una proclama contra la contaminación y que me va a encantar.

Y estoy tan seguro de ello, como él, de llenar la sala, pintando todavía cuando ya se anunciaba la exposición, que firmo, afirmo y rubrico antes de verla. Un acto de fe.

* Escritor, académico, jurista