Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenan, ¿acaso no morimos? Y si nos agravian, ¿no debemos vengarnos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso» Son algunas de las frases del monólogo de El mercader de Venecia, de Shakespeare, y las pronuncia Shylock, un usurero judío que defiende así a su raza frente a los prejuicios de los habitantes de Venecia. Otra vez los agravios, las ofensas y la eterna rivalidad de guiris contra aborígenes. Traigo a colación Shakespeare porque me voy a meter con los ingleses, bueno, con un inglés concreto, aunque no tanto. El periodista del Sunday Times Chris Haslam publicó el pasado fin de semana en la sección de viajes una especie de guía práctica de lo que un británico debe saber de España antes de poner los pies en esos bares sembrados de cáscaras que tanto degustan. Entre la sátira y los clichés, el periodista pretendía adiestrar a sus paisanos en ciertos comportamientos que le harían no parecer guiris cuando vinieran a nuestro país. Esa era la broma trazada a brochazos que resaltaban la impuntualidad, los tacos, el griterío, el besuqueo, la costumbres alimenticias, la siesta y el ya te veré; incidiendo con saña en la mala educación, pues el reportaje comenzaba diciendo que antes de echar el pie a tierra el visitante británico debería abandonar toda regla de la «buena educación anglosajona». Olvídense de ella, recomendaba su autor. A raíz de hacerse pública tal historia en España afloró la indignación de lectores y espectadores a los que los ofendidos tertulianos azuzaban con el «y tú más y peor». Pero si, lejos de saltar como cigarrones, pensáramos un momento que decían la abuelas, entenderíamos que, pese a la guasa del cagatinta inglés, en nuestro país se sigue gritando y mucho en los bares donde siempre hay una televisión encendida, o varias, a todo volumen. Reconoceríamos que en los suelos de esos abrevaderos seguimos pisando restos orgánicos que crujen como cucarachas; que esa costumbre de besar a todo el mundo aún sin conocer a las personas que nos acaban de presentar, y tal vez no volvamos a ver en la vida, es algo insólito para cualquier europeo. Una colega letona, periodista trashumante por más de veinte países hasta que el amor la amarró a la Campiña, me decía que nunca entendió esa ronda de besos y que, de vuelta a su país con este hábito, al día siguiente de los besos repartidos entre viejos amigos, tenía otras tantas llamadas invitándola al salir y más. Cuidado, a ver si resulta que los consejos del inglés de marras van a ser necesarios para evitar equívocos. H * Periodista