Una consecuencia inesperada que ha traído consigo la entrada en escena de Vox ha sido la de volvernos a todos un poco filósofos. Una tradición venerable vincula la filosofía con el asombro, y no hay duda de que eso es lo que nos provocan muchas de las declaraciones de esta formación política, las cuales rompen «sin complejos» con ese fondo común de ideas que ha nutrido a las democracias desde el fin de la II Guerra Mundial. Resulta ahora que tal acervo no era sino una «dictadura progre» en la que hasta la «derechita cobarde» ha tomado parte. Ante esta puesta en cuestión de muchas de nuestras certezas, no sorprende que nos pongamos filosóficos. Nos asombra que se cuestione lo que, al ser compartido por casi todos, parecía la realidad misma. Los líderes de Vox emulan al niño que en el cuento de Andersen grita: «¡Pero si el rey va desnudo!». Pensamos que, en este caso, el rey sí va vestido, y que es el niño quien se confunde. Pero, ¿estamos del todo seguros? Esta es la pregunta con la que comienza toda reflexión, sea científica o filosófica. Lo que distingue esta de aquella es que, como un timbal enloquecido, en filosofía el signo de interrogación nunca deja de vibrar, pues no hay observación o experimento que lo cancele.

Ciñámonos a la polémica del pin. ¿Compete al Estado legislar sobre asuntos que afectan a la moral? Considera Vox que no, y por eso promueve la implantación en la escuela pública de un derecho al veto que, ejercido por los padres, proteja a su prole de aquellas enseñanzas que, según su parecer, afecten a ese «ámbito reservado». Sostiene que tal tipo de instrucción debe impartirse en el seno del hogar o, como mucho, dentro del grupo que -entre todos los que forman ese «grupo de grupos» que es la sociedad- considere cada padre más adecuado para el desarrollo de sus hijos. ¡Como si no existieran hogares y grupos en los que se alienta, por ejemplo, el orgullo racial, o el desprecio a la mujer, o el odio hacia el charnego! Para este partido es en la «propia» familia y en el grupo «propio» donde mágicamente crece la única moral digna de ese nombre. Por fortuna ellos nacieron allí, y desean que sus hijos continúen disfrutando de esos frutos. Cualquier intromisión del Estado en este terreno supone «adoctrinamiento». Y eso aunque el Estado sea un Estado social y democrático de Derecho, y algunas familias sean nidos de prejuicios racistas, sexistas o xenófobos.

Ahora bien, la moralidad que se despliega dentro del propio grupo no es todavía esa moral exigente de la que los humanos tanto nos jactamos, y a la que tanto traicionamos. Según nos enseña la Etología, muchos de los llamados «animales sociales» son capaces de adoptar conductas altruistas hacia los miembros de su grupo, que van desde el cuidado parental hasta la protección mutua. ¡Pero ojo si entran en contacto con individuos de otras manadas! Los antropólogos también nos hablan del carácter poco amable que, pese a Rousseau, las antiguas bandas de cazadores-recolectores exhibían en sus encuentros con bandas rivales.

Lo que parece claro es que aquello a lo que nos hemos acostumbrado a llamar «comportamiento moral» poco tiene que ver con todo esto. Sentimos que la moral comienza a despegar justo cuando nos encontramos con el otro. La parábola del buen samaritano ilustra la estrechez de miras de esa ética grupal que inspira a los miembros de Vox. En el viajero herido el buen samaritano (frente al sacerdote o al levita) reconoce a su prójimo porque es capaz de distinguir en él aquello que ambos comparten, que es lo que en realidad compartimos todos los seres humanos por el hecho de serlo, con independencia de nuestra raza, credo u orientación sexual. Es lo que Kant llamaba «dignidad humana», y que a todos nos iguala.

Sin embargo, el mandato moral de tratarnos a todos como iguales no tendría sentido si no nos percatáramos antes de que, en muchos aspectos, todos somos también diferentes. La escuela pública es el espacio donde uno se confronta, con dolor y/o con placer, a esa diversidad de origen que nos caracteriza tanto como lo hace nuestra igualdad en derechos. Si prolongamos de modo endogámico el hogar dentro de la escuela, si -como pretende Vox- llevamos al espacio público nuestros prejuicios privados, nunca saldremos del círculo asfixiante del grupo primario, nunca seremos criaturas morales. El Estado democrático (pero no cualquier otra forma de Estado) facilita a través de una escuela abierta a todos ese encuentro entre diferentes que propicia la igualdad esencial que nos define como humanos; aquella que hace que, si encontramos a una persona herida en medio del bosque, la reconozcamos y nos acerquemos a ella, incluso aunque no sea de Samaria. El bien es una noción lo bastante esquiva como para saber que no siempre vamos a estar de su lado. Al blindar a nuestros hijos de lo extraño, les estamos hurtando la posibilidad de que algún día puedan encontrarlo.

* Escritor