Temo que te suceda como a esa perrita del parque. La veo llegar cada día, cogida a su dueño por la correa. Es una perrita blanca, de pelo corto, un lunar negro en el hocico, una lengua sonrosada con la que parece hablar. Es pequeña, inquieta y muy sensible, porque mira las nubes, se ilusiona con la fuente y llama a los gorriones que pasan ante ella mientras buscan alguna migaja o algún gusano. El dueño ata a la perrita en el tocón de un árbol seco, que intenta revivir en un brote por su base. La perrita dispone de unos tres metros de correa. El dueño se sienta en un banco a leer el periódico o charlar con algún conocido. La perrita lo mira con ojos tiernos, e intenta atraer su atención con un ladrido corto, que es un lamento inocente. El dueño, sin mirarla, le ordena: «¡Calla ya!». Ella se resigna. Mira las nubes, mira las palomas. Cuando ve que puede llegar a alguna, corre feliz, creyendo que posee la libertad de volar. Pero la correa corta bruscamente ese sueño. Si unos niños juegan cerca a la pelota, ladra como si acabase de salir de la escuela y se sintiese entre ellos, y salta para alcanzarlos. Pero la correa vuelve a frenarla como si la ahorcase. Y de tanto intentar correr, saltar, volar, no se da cuenta de que la correa se va liando al tocón, hasta que la perrita se queda pegada a él, casi ahogada. Intenta zafarse agitando la cabeza, pero solo consigue ahogarse más. El dueño, que ha terminado su tarde de paseo, va y le dice: «Qué tonta eres. Siempre lo mismo». Y la libera por unos momentos para desenredarle la correa del árbol. Y la perrita, en vez de aprovechar y separarse de ese hombre, y ser libre con los niños, los pájaros, la fuente, se queda junto a su dueño, ladrándole, jugando con él, mientras él le ordena: «¡Estate quieta ya!». Y la perrita se pone sobre dos patas, levanta las orejas, le lame las manos, se agacha, mueve el rabo y espera a que el dueño le enganche la correa al cuello otra vez. Se van del parque. Siento en el corazón una extraña soledad. La tarde declina. Es una tarde de otoño, que huele a tierra mojada, a rosales mustios, a jazmines abandonados por el suelo tras las primeras lluvias. Es otra tarde más. Mañana, o cualquier día, volveré a ver la perrita en la misma correa, el mismo tocón, el mismo dueño.

* Escritor