Algunos de los que tenemos a nuestra sierra cordobesa como un pariente más de la familia, al que se va a visitar más pronto que tarde cada vez que tenemos ocasión sabemos de lo que hablamos. Es como ir a casa de esa abuela entrañable, dulce coqueta que siempre nos recibe con ese abrazo cariñoso y con la sonrisa del que lo ofrece todo de corazón. Y es que tal vez ese sea el corazón de Córdoba, nuestra sierra, a la que hemos buscado con urgencia en esta pandemia y a la que en cada otoño y primavera concurren los cordobeses perol en mano, o perola para decirlo con propiedad. Nadie sabe exactamente el origen de esta tradición como todo lo bueno que tenemos los cordobeses, codificado por ese senequismo celoso de intrusos y reformadores de dudosa intención. Pero hay quienes entre los sesudos encuentran en las celebraciones de los santos patronos de los gremios medievales el origen de este diamante de la cultura popular. En aquellas épocas tundidores, tintoreros, talabarteros, aladreros; carniceros, herreros, plateros, alfayetes, y hasta arquitectos, ingenieros o farmacéuticos. Todos, en torno al perol celebraban en el campo todo eso que tenían en común. Este pasado puente, con las primeras peinetas de esta primavera meteorológica, la sierra recibía a los cordobeses que sin liturgias afectadas se desplegaban por el campo con su peroles, chiquillos y familias; y silla plegables. Todo un universo social, familiar y cultura en la espontaneidad de un perol al que con justos puñados de arroz, y cuchará y paso atrás, se les enseña a los más pequeños la esencia de la vida en un escenario de libertad, belleza y salud: compartir sin medida todo aquello que tenemos entre amistad, cariño, buen rollo y hasta amor para lo más suertudos. Aunque estos últimos seamos todos los cordobeses que aún a pesar de la que tenemos encima con un perol en el campo dejamos por unas horas este campo de batalla de la pandemia.

* Mediador y coach