Si usted peina canas posiblemente se acuerde de que hace cuatro décadas el yogurt, un artículo saludable pero que no tenía aún cabida en los ultramarinos, se vendía en farmacias. Es como otro curiosísimo caso que aún se produce, porque ¿cuándo empezamos a ver como normal que el mismo artesano que le pone una tapa al tacón de tu zapato te haga una copia de la llave de tu casa?

Pero estos anacronismos comerciales (me acabo de inventar la expresión) son casos aislados. De siempre los establecimientos eran lo que parecían. El taller del coche era todo un taller (grasilla incrustada en la uña del mecánico incluida), un bar era un bar, una tienda de ropa tenía precisamente eso: ropa, y una oficina de seguros te hacía seguros entre carpetas que daban fe de su actividad.

Pero ya no. Verán: en los últimos días he tenido que llevar el coche a reparar y la entrada al taller me parecía un hospital y, cuando lo recogí, fui a visitar a un amigo ingresado en el Reina Sofía, con un aparcamiento propio de un desguace. Además, cerca de mi casa mi banco ya no tiene caja ni cajero. Para cuestiones de dinero hay que entendérsela con máquinas mientras que el resto del espacio parece una glamurosa cafetería, justo lo contrario que un bar que frecuentaba en el que ahora con una franquicia los clientes hacen cola como si estuvieran en una sucursal bancaria. Mientras, han abierto una peluquería de caballeros en la zona con una decoración que me recuerda a un divertido restaurante y, a pocos metros, hay un restaurante de estética minimalista cuyo aspecto es clavado a la antigua barbería de mi pueblo. ¡Hasta las sedes de los partidos políticos me sorprenden! Cuando vi la de Ciudadanos, en la avenida del Pretorio, diseñada sin dejar absolutamente nada al azar por expertos llegados desde Madrid (es lo que tiene la formación naranja para lo bueno y para lo malo), me sorprendió. Un espacio amplio y diáfano que se puede adaptar lo mismo a un mitin como para una pequeña reunión de trabajo, con zonas para reunirse cuatro, 15, 60... Una maravilla de funcionalidad, eficacia, diseño y que... ¡Dios, lo que me recuerda a una cafetería post-moderna de Dinamarca! Si no lo digo reviento.

Pero a lo que voy, sedes de partidos aparte: la crisis trajo larguísimas colas en todos los establecimientos, en donde se eliminó personal a costa de obligar al cliente a mayores tiempos de espera ante la caja del supermercado, la del banco, la barra del bar... que la crisis se cobró su precio no solo en dinero, también en tiempo... Y sospecho que la postcrisis nos seduce con un diseño alucinante para disimularlo todo.