La moda está de moda. La moda y la gastronomía, otro hito del presente, van de los palacios a las cabañas, y viceversa, inundan universidades, foros culturales, teles, radios, páginas de periódicos y cualquier espacio o persona sintonizado con la actualidad. Y lo más curioso es que estas facetas del lujo, que no hay que confundir con la frivolidad -mueven empleos y demás indicadores económicos que ya quisieran otras industrias para sí- han tenido su campo mejor abonado durante la crisis. Es algo aparentemente contradictorio, pero en realidad no hace sino reforzar el papel de refugio y esperanza que los pequeños placeres de la vida nos ofrecen cuando todo se ve oscuro.

En la moda se han dado dos hechos muy cercanos en el tiempo como muestra del eco mediático que envuelve a este universo glamuroso. Y ambos casos, uno luctuoso y el otro alegre, han sido protagonizados por modistos cordobeses. Primero se fue el gran Elio Berhanyer, y dentro y fuera de las pasarelas se lloró con lágrimas sinceras la pérdida del último representante de la alta costura española. Y sin que se hubiera apagado tan triste noticia, nos llega desde el otro lado del océano la del rotundo éxito alcanzado en Nueva York por Alejandro Gómez Palomo, que bajo el nombre de su firma, Palomo Spain -ya referencia de moda hispana- y el oleaje de sus diseños frescos y vanguardistas, ha triunfado en la Gran Manzana, muy sensible a los alardes de imaginación inteligente. No podían ser más distintos ni ellos mismos, ni sus circunstancias ni sus diseños, y sin embargo quedarán unidos en la historia de la moda y no por una casualidad, la marcha de uno y la irrupción apoteósica del otro, ya intuida hace un par de años cuando Palomo enseñó a los norteamericanos cómo vestir al hombre con sedas y satenes saliendo airoso del intento. Lo que los unirá, aparte de la nada desdeñable condición de ser de Córdoba, es haber encontrado un lugar y un sello propios en un ambiente tan veleidoso y cambiante como el de las corrientes en el vestir.

Berhanyer me contaba en su exquisito atelier madrileño, donde lo entrevisté, su desdén por la palabra «tendencia», porque para él una mujer elegante lo era ya fuera envuelta en ropas de su firma, de líneas puras y elegancia serena, o en harapos. Y es que el maestro que supo inventarse a sí mismo hasta en el nombre partiendo de la nada -bueno, sí, de un padre fusilado en la guerra y unas ganas locas de romper con el pasado- tenía claro que una cosa es vestirse bien y otra ser elegante. Y aunque según él la elegancia es algo interior, muy sutil, hizo todo lo que pudo por prestársela a todas sus clientas, entre cuyas venas lo mismo corría purísima sangre azul -vistió, desde la Reina Sofía para abajo, a todas las Grandes de España- que güisqui trasegado por algunas de las más bellas gargantas de Hollywood; como Ava Gadner, que le hacía encargos durante sus desatadas estancias en Madrid.

No sé si Alejandro Gómez Palomo aspira a convertirse también en un clásico, aunque probablemente acabe siéndolo a su modo iconoclasta y rompedor. Cada uno es hijo de su tiempo, y quizá el actual no demande una refinada inclinación hacia lo perdurable sino propuestas provocativas y fugaces que además hermanen los sexos. Como las que exhibió con sus fantasías reales este chico de Posadas en la Semana de la Moda Masculina de Nueva York.