Vivimos tiempos de incertidumbre, en los que elegir la arqueología como apuesta de futuro resulta cuando menos osado. Lo notamos mucho en la Universidad: estos últimos años ha bajado sustancialmente el número de vocaciones; entre otras causas por el déficit de expectativas laborales y el no reconocimiento oficial de la profesión. Más allá del mérito, la formación y las capacidades personales, el futuro en este campo ha dependido siempre, y dependerá, me temo, de la sombra que dé el árbol al que uno se arrime. Lo que pasa es que ahora las oportunidades se han reducido hasta casi desaparecer --sobre todo, para quienes no cuentan con apoyos importantes dentro del sistema--, debido a la contracción extraordinaria del mercado de trabajo. Puede que pronto nuestro país vuelva a hacer de la construcción el motor de su economía; humano es no aprender de los errores, y en España tenemos especial predisposición a ello. Si llegara a ocurrir, sería entonces el momento de evitar por todos los medios repetir determinadas prácticas y planteamientos, de no volver a poner la ciencia al servicio de las prisas o el dinero, de no condicionar concepto y método a la liberación del suelo, de no dejarnos manejar más por unas administraciones que priman los criterios políticos de inmediatez y de relumbrón sobre la planificación, el conocimiento, la conservación o la difusión, determinantes para que la ciudadanía haga suyo en sentido amplio el legado patrimonial exhumado; pero para ello tendríamos que funcionar como colectivo único, con un código común de derechos y de obligaciones gobernados por la ética, la disciplina, el consenso, el rigor, el respeto y la tolerancia, y eso parece materia imposible. Donde haya dos arqueólogos habrá siempre tres opiniones (mínimo...).

Sin embargo, es obvio, más allá del pesimismo o del desasosiego existe un mañana; y quienes estamos ahora en activo tenemos la obligación moral de mostrar el camino, de intentar a diario abrir nuevas vías, de ensayar una y otra vez, testándolas, fórmulas y modelos, de instruir y concienciar en el valor del patrimonio arqueológico a la clase política y a los responsables administrativos del mismo, de luchar si es necesario con denuedo quijotesco contra el inmovilismo y las trabas por parte de quienes prefieren permanecer a resguardo en sus respectivas poltronas. Por eso, a los modelos de Mérida, Tarragona o Cartagena quiero sumar hoy otro, ubicado en el Alentejo portugués, a orillas del río Guadiana, justo en el punto en el que éste empieza a ser navegable, convertido desde la antigüedad en el más importante puerto fluvial de interior del sur de Portugal. Hablo de Mértola, una de esas poblaciones de belleza imprevista que sobrecogen por su encanto y apabullan por su historia; un yacimiento arqueológico de enorme riqueza, en el que se ha sabido compaginar a la perfección la investigación científica, la programación museográfica y el desarrollo local hasta hacer de la arqueología y la cultura motivos de renacimiento económico y razón de progreso, vitales para el sostenimiento poblacional en una zona deprimida y masacrada por el clima. La arqueología se ha convertido en el atractivo principal para los 50.000 visitantes que el pueblo recibe cada año, lo que ha generado un tejido turístico inédito, suficiente para evitar el éxodo de los más jóvenes. Hoy, Mértola y su territorio inmediato son un museo global, un Campo Arqueológico que cuenta con multitud de publicaciones científicas y divulgativas, y propone a diario actividades para involucrar a sus gentes en las tareas de educación, conservación y rentabilización de un patrimonio que, en lugar de menguar, no ha hecho más que crecer estos últimos años. A pesar, pues, de todos los problemas, es referente ineludible de cómo combinar la producción científica con el interés ciudadano; la tutela y puesta en valor de lo excavado, del paisaje humano y de las tradiciones propias con el progreso y las señas de identidad; la accesibilidad a la información como una forma de protección en sí misma; la cultura como atractivo, elemento de cohesión ciudadana, factor de desarrollo, fuente de ingresos y yacimiento de empleo. En definitiva, un ejemplo modélico de arqueología integral, término al que pueden sumarse tantos calificativos como se quiera (social, pública, comunitaria, inclusiva, plural, urbana, aplicada, participativa...), siempre con base en la investigación sostenida de carácter multidisciplinar, la conservación y musealización de lo excavado y del patrimonio local, la difusión en todos los niveles posibles, la implicación con la ciudadanía y la rentabilización social, como los cinco vértices definidores del envidiable pentágono. ¡Qué pena que no nos miremos en ella...!

* Catedrático de Arqueología de la UCO