El arte de la política consiste, entre otras cosas, en hacerle creer al ciudadano que todo está bajo control. Supongo que esa es la razón por la que la portavoz del Gobierno, Isabel Celáa, nos dijo hace unos días que estaban encontrando "reciprocidad" en sus conversaciones con la Generalitat. Sería estupendo, si no fuera porque a la misma hora el 'president' en la sombra, que no a la sombra, Carles Puigdemont, estaba lanzando al Ejecutivo la siguiente advertencia: "El periodo de gracia se ha acabado".

Si yo fuera Pedro Sánchez, estaría profundamente molesto por semejante humillación. Y también por el hecho de que la gracia emane de un prófugo que, según manifiesta públicamente cada vez que puede, no está dispuesto a negociar nada que no sea un referéndum sobre la independencia. Tampoco permite que lo haga su partido, que sufre una refundación cada quince días. Parece una temeridad que, en este contexto, Sánchez insista en que su plan pasa por agotar la legislatura. Los independentistas catalanes no parecen socios demasiado fiables para hacerlo realidad. Es evidente que ambas partes hablan idiomas distintos. La actitud voluntarista, y por ello loable, del Gobierno central no es invento de Sánchez. Rajoy también inició su primera legislatura bromeando con Artur Mas en las escalerillas de La Moncloa. "Vivo en el lío", le dijo el entonces líder del PP. Mas sonreía y se daban la mano. Luego nada, pero quedaban pintones y rebajaban la tensión durante cinco minutos.

El lío era poco, comparado con todo lo que vino después. Rajoy también prometía en aquellos primeros días como presidente que estaba en disposición de hablar de todo, salvo de la independencia. Y al cabo de un mes ya no hablaban de nada. Y acabaron en el 155. Ojalá no estemos ante más de lo mismo, pero es inevitable contemplar el panorama con escepticismo. El Gobierno se mueve o hace que se mueve. Han reanimado la comisión bilateral del Estado con la Generalitat e incluso tienen a la ministra Meritxell Batet hablando de someter los posibles acuerdos a referéndum en Cataluña. Las soluciones imaginativas siempre son interesantes. La política consiste precisamente en afrontar los problemas, pero esto parece muy poco para lo que piden los independentistas. Y es que ese es el drama de Sánchez: que él está intentando buscar atajos que no satisfacen a su interlocutor, que es Quim Torra como delegado de Puigdemont en Barcelona. Mientras tanto, el dirigente prófugo llama al acoso del juez Pablo Llarena, demostrando que es un irresponsable y que su concepción de la política es incompatible con la separación de poderes.

No sé qué apoyos esperaba encontrarse Sánchez para agotar la legislatura, pero con amigos como estos, no necesita enemigos. De nada sirve que él se mueva un poco, si los otros siguen instalados en la ilegalidad y en el chantaje. En un Estado de derecho, lo lógico es que los periodos de gracia no los decida quien incumple las normas. Más bien debería ser al revés.