Tenía toda la razón Antonio Franco cuando, en esta misma página, describía la emoción que la película Los archivos del Pentágono despierta en un periodista de la vieja escuela, esa donde te inculcaban desde el primer día de clase que el principal mandamiento del informador es aspirar a contar la verdad y toda la verdad cueste lo que cueste, y tú lo asumías como norma sacrosanta. Luego, en cuanto salías de la facultad y entrabas en una redacción -sí, entonces podías entrar, no como ahora, que, salvo que te necesiten para la edición digital, y tampoco, lo único que se abre es la puerta de salida--, decía que en cuanto dabas los primeros pasos en una profesión antes tan mitificada que se esperaba de ella que limpiara el mundo de sus podredumbres, aprendías que ese obvio y aparentemente sencillo principio de veracidad hasta las últimas consecuencias es dificilísimo de cumplir en el día a día. Si consigues llegar hasta donde se pueda con rigor y objetividad, sin retorcer los hechos en favor de nada ni de nadie y sin fallar a tu empresa ni a ti mismo, te puedes dar con un canto en los dientes.

Por eso al periodista de viejo cuño --y me pareció que al espectador en general-- se le humedecen los ojos al ver en la pantalla, narrado al mejor estilo de las epopeyas de Hollywood y entre humo de cigarrillos, aporreo de olivettis, teletipos y linotipias, cómo triunfa la verdad impresa sobre la guerra de Vietnam frente a la persistente mentira, también impresa en los llamados «papeles del Pentágono». Emociona saber que un periódico entonces local y en apuros económicos, el Washington Post, fue capaz de dejar con el culo al aire a todo un Gobierno de los EEUU; y a su presidente, el embustero Nixon, tan bamboleante que cayó al siguiente envite del mismo rotativo, acuñado en los anales del buen periodismo como «el escándalo Watergate». Con todo, lo más emocionante no es lo que ves, a los actores Meryl Streep y Tom Hanks en su espléndida madurez interpretativa luchando como titanes contra los poderosos, con los que habían compartido esa amistad circunstancial que se establece entre políticos y periodistas. Lo que te pone la carne de gallina no es lo que ves sino lo que piensas: que eso pasó realmente; que frente a las postverdades interesadas de esta era de las fake news y las manadas de pseudo-informadores espontáneos en las redes sociales, hubo un tiempo en que se hacía periodismo recio y tenaz. Se hizo en Norteamérica, pero también aquí, durante la Transición, en muchos periódicos y revistas como Interviú y Tiempo, ya barridas por los vientos virtuales, y se seguirá haciendo mientras existan una prensa libre y cabeceras valientes para ejercerla.

Lo fue en los setenta el Washington Post, su director Ben Bradlee y sobre todo su dueña, Katharine Graham. A los que les haya gustado la película les recomiendo fervorosamente las memorias que esta frágil niña de papá devenida por azar en mujer fuerte e importante escribió de su puño y letra bajo el título de Una historia personal. Sin duda el libro, publicado en 1997 --cuatro años antes de su muerte-- y editado en España en 2016 por Libros del K.O., ha servido de base, aunque no se diga, para el guión de la película. Pero va mucho más allá. Es el relato de los miedos, inseguridades y penas de una mujer rica acosada por masculinidades hostiles. Y la historia de un medio escrita desde sus altos despachos. Una curiosa perspectiva.