Hasta que nos aclaremos entre contagiados (oficiales o esperando test), defunciones (que ya es triste, muy triste, hablar de ello como meras cifras formales) y caceroladas y anticaceroladas, mejor centrarse en los aplausos de las 8 de la tarde y rendir tributo en este confinamiento a héroes sin capa. Y entre ellos los médicos. Eso sí, no esperen un perfil de esta profesión blandito, insulso y de incienso, cera y loa, por mucho que se lo merezcan los médicos desde Hipócrates al último alumno recién matriculado en la Facultad. Porque si ahora admiro más que nunca a estas mujeres y hombres no es por lo que tienen de divinos sucesores de Asclepio, sino por su humanidad y por lo maltratados que están siendo, particularmente en el último siglo y medio, tanto por algún paciente como por la política, los sistemas sanitarios e incluso culturalmente. O si no, ¿por qué siempre el malo de la película tiene que ser un doctor? Y eso desde que Mary Shelley escribiese en 1816 sobre el doctor Frankestein y su peculiar «paciente» y Robert L. Stevenson hiciera lo propio en 1886 con el doctor Jekill colgaba la bata y le salía el Mr. Hyde de dentro. Luego llegaría el doctor Fu-Manchú en 1913 junto a su odio por Occidente, Magneto contra cualquier mutante y no mutado, el Doctor Doom frente a los Cuatro Fantásticos, el Doctor No buscando sádicamente eliminar a 007 y si se tercia a su Graciosa Majestad Británica, el Doctor Octupus de Spiderman, el moderno, genial y joputa doctor House... Por no hablar de doctores ambivalentes, buenos en sí mismo pero que no salen bien parados, desde el ruso doctor Zhivago, tristísimo él a fuerza de ser ruso y bueno; el doctor Watson, despistado y a la sombra de un Sherlock Holmes (que para más humillación ni siquiera estaba licenciado en nada), hasta incluso el doctor Bacterio de Mortadelo y Filemón.

Es como si para ser malo malísimo, malvado malvadísimo, haya que ser doctor. Lo que también estaría plenamente justificado después de tener que lograr una nota de acceso a la Facultad de espanto, pasarse más años que ninguno estudiando, otros pocos cursos más de especialización si es que supera un endiablado MIR, sin apenas perspectivas profesionales en España y debiendo sufrir otras pocas temporadas más de penurias hasta que se asientan... Tras este calvario, lo que le pediría a uno el cuerpo en lugar de salvar vidas es mandar el juramento hipocrático al cuerno y destruir a la humanidad con todo el sadismo posible, individuo a individuo.

Pero más aún... si se repasan grandes epidemias en el cine y la cultura popular reciente, el mérito nunca es para el médico, siempre para los mandamases (como en algunos sistemas sanitarios politizados actuales), ya fueran un terrateniente y su señora en La Senda de los elefantes (Peter Finch y Elizabeth Taylor), un pirata (Sandokán, luchando también contra el cólera) o hasta un príncipe judío ayudado contra la lepra por el mismísimo Jesucristo en Ben-Hur. Pero doctores, lo que se dice doctores, salvo a Ben Kingsley en El Médico no recuerdo ahora mismo a ninguno reconocido en su lucha contra una epidemia... y aun así, se cargan al personaje en la película (perdón por el spoiler).

En fin: sirvan estas líneas para reconocer a doctores que, sin tratarse de dioses ni diablos, no tienen nada que ver con la ficción y están mostrando en estos días de pandemia lo auténticamente grandes que son, precisamente, por ser humanos.