Y por fin llega agosto y un poco de descanso y parece que hasta el calor. Cuando te dedicas a la defensa de los intereses de las personas, no es que agosto le dé tregua a los problemas para los que somos llamados a resolver, sino que como durante este lapso judicial vestir la toga es imposible --ademas de casi delictivo con más de 40 grados--- esa sensación de imposibilidad de combate relaja mucho el nivel de conflictividad, lo que te permite desaparecer.

¿Desaparecer? Bueno eso sería posible si siguiéramos en aquellos veranos en los que «desaparecer» tenía su máximo significado cómo sinónimo de «imposibilidad absoluta de que te pillaran para nada que estuviera relacionado con el trabajo o la realidad».

Ocurría aquellos veranos en los que no existía el iPhone, ese que te avisa de lo que hiciste por Facebook el año pasado a la misma hora y te recuerda que al lado de donde estás --crees que de incógnito-- tienes esto, lo otro y lo de más allá y ese que te da cada noticia en cada instante con un pitido, por si acaso; aquellos veranos en donde era imposible trabajar porque entre el despacho y tú se establecía una nada absoluta y no ahora que te siguen llegando por ese mismo iPhone las notificaciones, los escritos y hasta las sentencias. Por más que sepas que puedes aplazar la respuesta y la decisión a septiembre, la angustia está servida porque empiezas a llenar el pozo profundo de septiembre; aquellos veranos en donde no existía ni la posibilidad de contestar a todo esto, mientras que ahora tienes tan a mano ese mismo iPhone por el que entró la angustia, que sientes la tentación de contestar y no esperar a que el pozo se llene cada vez más; veranos de perderse sin llamadas de clientes «urgentes», de contrarios impertinentes y ahora incluso de ávidos periodistas demandando información caliente; veranos sin llamadas por la sencilla razón de que no había iPhone. Aquellos veranos en donde para hablar tres minutos con alguien, eras tú quien iba a la cabina y no esta permanente invasión desmedida en tu descanso, sin respeto de la hora y en donde hasta te llaman sin pudor para venderte una póliza de decesos, o reclamarte el descubierto de aquella cuenta que ya no utilizas.

Pues ayer, cuando decidí tirar el iPhone como única solución a todo esto y a que mi concepto de «perderme» se asemejara lo más posible a aquellos veranos, ocurrió el colmo: que me di de bruces en una calleja de un pueblo perdido de La Rioja con un grupo de cordobeses ilustres que entre Muga y Muga, los pleitos, la política municipal y el Cordoba CF me devolvieron de nuevo a la realidad. !Y de qué manera! H

* Abogada