Nada más formar Gobierno, Pedro Sánchez se abre como un espectacular cohete-palmera (ruidos aparte como de nuevo trae Venezuela) trazando de colores todo el horizonte que alcanzan los ojos que curiosean en la televisión o leen los periódicos digitales. Ha tomado la iniciativa política de tal manera (salario mínimo, despliegue en Davos, riego financiero de las comunidades autónomas, visita a todos los presidentes autonómicos, empezando por un azufroso Torra, reforma del Código Penal...) que la oposición, mucho más que ruidosa antes y después de la investidura, queda leguas atrás ayuna de iniciativa. No es nuevo, ya procedió de parecida manera al formar gobierno tras ganar la moción de censura: mantuvo a su gobierno durante más de medio año en un estrés de iniciativas extenuante e insólito.

Claro que el anuncio más llamativo se refiere a la reforma de algunos artículos del Código Penal antes de verano, que actualice y acomode a los nuevos tiempos y otros códigos de naciones europeas, el tratamiento y penas por delitos de rebelión y sedición, excesivamente sancionados y desactualizados en nuestra vetusta legislación. Más allá de la razón que pueda asistirle (coinciden en la visión del gobierno no pocos magistrados del Supremo, catedráticos por decenas y numerosas legislaciones europeas), lo cierto es que la reforma pretende facilitar el entendimiento con los catalanes separatistas y procurar romper el frente político tan rocoso que nos separa.

La derecha popular ha reaccionado una vez más con virulencia; parece que no pueda haber nada, por nimio que sea, donde se pueda encontrar con el Gobierno. Y no deja de perder trenes de oportunidad. Amarrada a la voz de órdenes de Vox, se mantiene petrificada e irritada: solo critica mediante el grito. Este PP desarbolado, perdido y furioso está dejando pasar demasiadas oportunidades que bien pudiera tomar en su provecho político y del país. Una de ellas, quizás la más boyante hasta ahora, fue aquella que le pasó delante de sus narices el 11 de noviembre cuando un anuncio de abstención en la investidura de Pedro Sánchez pudiera haber desarbolado (o dejado malherida) la coalición de este con Unidas Podemos y otros acontecimientos que tanto le repugnan.

Pero no lo hace, muy al contrario se aferra al ritmo de marcha que marca el tambor de Vox (vaya ridículo eso del pin parental) y sigue su escalada catalana con declaraciones virulentas y demandas judiciales que solo desean los que viven del ruido, la rabia y también el odio. Porque hasta los grandes tribunales están hartos de que la furia, incapacidad y oportunismo de estos partidos inunden los registros de los juzgados con denuncias y sus salas con pleitos que en su mayoría deberían de haber sido resueltos en los respectivos parlamentos.

Para que no faltara de nada en este tiempo de máxima ofuscación política y periodística, algunos sacan del arcón ya mohoso de nuestra historia del XIX y primer tercio del XX, los ¡Viva el Rey! caducos y a la defensiva del añejo carlismo, o quizás de los no menos tristes de monárquicos en retirada contra los republicanos en alza. La democracia que llegó con la transición no recuperó esos harapos de la historia. Pero ahora algunos quieren «hacer suya» también la figura del Rey con parecidas formas a las que se aferran en la apropiación de la bandera de todos. Es de suponer que la Casa Real y el Gobierno están advertidos.

* Periodista