Al acabar una charla en una biblioteca, un grupo de mujeres marroquíes vinieron a hablar conmigo. Observo que cada vez son más las que asisten a este tipos de actos. Cuando publiqué mi primer libro, hace ya 13 años, era algo bastante inusual que hubiera alguien de mi mismo origen entre el público. Después empecé a ver personas jóvenes, casi todas chicas y ahora no es nada raro que vengan también las madres.

Una de ellas se hizo firmar un libro. Hablaba mi lengua y el ejemplar que traía estaba lleno de anotaciones de palabras con las definiciones al lado. Palabras como quelcom. Me contó su historia: no hacía mucho que había aprendido a leer y escribir. Antes, me dijo, no sabía hacer ni la o. «Res de res», insistió. «Al principio no sé qué pasaba», añadió, «no nos preocupábamos de aprender». Pero no es difícil imaginar lo que le pasa, antes y ahora, a alguien en su situación. La inquietud, el miedo, el abismo que supone asomarse a un mundo desconocido. Aprender a leer de mayores es un acto de coraje, requiere el valor de superar el terrible miedo a fracasar en algo que hacen, como si nada, unos millones de personas. ¿Y si es demasiado tarde?, ¿y si es demasiado difícil?, ¿y si no tengo las capacidades necesarias para hacerlo?, ¿y si esto no es para mí? Superar la angustia que provoca saber que por fin aprenderás a descifrar los mensajes que para ti han estado siempre ocultos. Acceder al conocimiento. Como ella me he encontrado con unas cuantas. Mujeres que cuando les tocaba ir al colegio les dijeron que no hacía falta, o que no podían o estaba demasiado lejos o las necesitaban en casa. O no había dinero ni para comprar una triste libreta. O el maestro no tenía buena fama. Y ahora, después de haber superado los primeros años como inmigrantes, ese antes en que la adaptación al nuevo medio coincidía con la etapa más intensa de la crianza, ahora que los hijos son mayores, pueden permitirse aprender a interpretar por ellas mismas el enigma de la letra escrita.

La verdadera revolución.

* Escritora