En las últimas semanas, no he dejado de ir sumando sensaciones negativas como consecuencia de todo lo que he está provocando el conflicto catalán. Ante tan cúmulo de despropósitos, por ambas partes y con distintos niveles de responsabilidad, me resulta imposible concluir qué es lo peor de todo. El listado de desasosiegos es de tal envergadura que no me veo capaz de establecer un orden de prelación.

Tal vez lo peor de todo sea la ruptura de la paz social que, con todas sus imperfecciones, habíamos ido hilvanando durante tres décadas, lo cual no significa que sacralice ni mucho menos el sistema de 1978 ni esté ciego ante sus múltiples grietas. Pero sí es cierto que habíamos conseguido un nivel más que aceptable de convivencia de las diferencias. Al menos estábamos en la senda adecuada, aunque siempre endiablada, que supone hacer compatibles libertad, igualdad y pluralismo. Y por más que lleváramos un tiempo reclamando reformas urgentes, y siendo conscientes del agotamiento de buena parte de los paradigmas heredados, la política fue capaz de ir avanzando y la ciudadanía, aún con sus indignaciones justificadas, mantuvo el tipo. Hoy, sin embargo, tengo la sensación de que esa casa compartida, grande y espaciosa, se ha ido estrechando y su atmósfera se ha hecho irrespirable. Entre otras cosas, porque apenas quedan ventanas que permitan ventilarla.

Lo peor de todo es que en este proceso hemos ido además banalizando conceptos y palabras, lo cual supone perder la referencia de quiénes somos y de dónde venimos. En una dinámica frentista perversa, nos hemos acostumbrado a dispararnos palabras a las que hemos ido despojando de sentido para convertirlas en simples balas. Es así como muchos se han ido convirtiendo en fascistas, de la misma manera que otros cuantos han hecho una farsa de la misma idea de democracia.

Lo peor de todo es que, mientras andamos «entretenidos» con las ocurrencias de unos y los desvaríos de otros, hemos dejado de ocuparnos y preocuparnos de lo que de verdad importa. Es decir, hemos silenciado la corrupción vergonzosa del partido que nos gobierna, los efectos devastadores de la crisis, la galopante pobreza y la creciente desigualdad o los efectos devastadores del cambio climático. Todo ello por no hablar de las mujeres que continúan siendo asesinadas o del brutal machismo que incluso es avalado por la televisión pública. La urgencia del cisma ha provocado que nos olvidemos de las verdaderas llagas que están reduciendo el Estado social y democrático a un simulacro.

Lo peor de todo es constatar la ausencia de liderazgos que sean capaces de tomar las riendas del complejo momento que nos ha tocado vivir. Nos sobran, por el contrario, jerarcas populistas y tipos espabilados. Nos faltan hombres, y más mujeres, claro, que sean capaces de mirar más allá de su ombligo y del de su partido. Que posean las capacidades y habilidades necesarias para gestionar los conflictos desde la ética del cuidado y con el lenguaje siempre horizontal de las corresponsabilidades. Lo peor de todo es constatar que nuestro modelo constitucional ha cumplido ya su ciclo y que, sin embargo, carecemos de la urdimbre y de los actores necesarios para hacerlo acogedor para quienes habitamos un territorio en el que han de caber diferentes nacionalidades, lenguas y proyectos. Todo ello en el marco de una reforma constitucional que debería apurar al máximo las consecuencias que derivan de los adjetivos social y democrático. Lo cual pasa, obviamente, por hacer de la paridad un principio estructural de lo público.

Lo peor de todo, al fin, es llegar a la conclusión de que en este país no hemos superado los fantasmas del pasado, entre otras cosas porque no hemos ejercitado la memoria y nos hemos olvidado de que sin ella el futuro no es posible. Como pasa en las mejores familias, la crisis ha puesto al descubierto las miserias que apenas estaban disfrazadas y nos ha demostrado cuánto nos queda por aprender. Empezando por aprender que la política no puede seguir siendo un pulso de machitos sino un arte que permita convertir lo peor en oportunidad.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad (UCO)