El hijo de una conocida perdió 7.000 euros (de su madre) en las apuestas deportivas. Tenía 15 años. Uno de sus amigos más cercanos le habló de ello por primera vez, cuando ni siquiera había terminado segundo de la ESO. Le dijo que todo el mundo lo hacía, un argumento que suele resultar bastante convincente. Y no solo durante la adolescencia, como los adultos queremos creer. Comenzó a apostar en un local -uno de los muchos que han proliferado últimamente-, en una máquina que podría ser la versión moderna de las tragaperras. Anónimo, rápido, sin riesgos: perfecto. Para entrar a ese lugar no le pidieron el DNI, aunque deberían haberlo hecho, porque la edad legal mínima para apostar son 18 años.

Poco tiempo después se pasó a las casas de apuestas on line, también muy numerosas, y en preocupante aumento. Un amigo mayor de edad creó una cuenta en el portal más conocido, desde la que varios colegas apostaban durante los partidos de fútbol: qué jugador iba a meter el próximo gol, qué equipo marcaría en la primera parte, cuál iba a ganar el partido... Todo inmediato y sin esperas, además de divertido: el signo de los tiempos. Estaban todos colgados con aquello: algunos se quedaban despiertos de madrugada para apostar en partidos que se disputaban en otros continentes. O lo hacían por jugadores de equipos que ni conocían. Todos ellos ganaron pequeñas cantidades.

El chaval se animó. Creó su propia cuenta y la vinculó a la numeración de la tarjeta de su madre, que consiguió sin su permiso. Estaba eufórico. No valoraba la gravedad del asunto. Tenía la certeza absoluta de que iba a ganar. Estaba en racha, decía. Tenía buen ojo, aseguraba. Los argumentos habituales que se dan a sí mismos quienes no quieren renunciar al juego. Comenzó a apostar más fuerte. Un día ganó 3.000 euros sin moverse del sofá de su casa. Se pavoneó ante sus amigos, todos le envidiaron, se sintió supermán. Fue lo peor que pudo pasarle. Después de aquel inicio milagroso, no tardó en comenzar a perder. En realidad, perder es -cualquiera que sepa algo de estadística lo sabe- lo normal, lo que seguro va a ocurrir. En el juego -cualquier clase de juego- solo ganas si eres la banca. O el futbolista que presta su cara famosa y su capacidad de influencia sobre millones de personas a la captación de nuevos clientes.

Gracias a las apuestas deportivas en pocos años la ludopatía en nuestro país ha crecido un 25%. Hay varias explicaciones al fenómeno: la multiplicidad de lugares donde apostar, la relación que existe entre el fútbol y las apuestas, lo fácil que resulta, la inmediatez de los resultados y, sobre todo, la llegada de un nuevo grupo de adictos: los jóvenes, incluidos los menores de edad.

Esto último, especialmente preocupante, es culpa de todos aquellos que hacen la vista gorda a la existencia de jugadores por debajo de la edad legal. Es culpa de quienes, estando obligados a pedir el DNI, no lo piden. Es culpa de quienes envían captadores a las puertas de los institutos para explicar a los menores qué deben hacer para apostar. Es culpa de quienes sabiendo que el amigo -o el hijo- es menor le permite utilizar su cuenta. Es culpa de quienes miran a otra parte bajo aquel manido pretexto de «mi hijo no es así». Y, por supuesto, es culpa del famoso de turno que se presta a incitar al juego a través de la publicidad. La popularidad no solo otorga dinero, también implica responsabilidad. Si millones de jóvenes de todo el mundo te tienen como modelo, cuídate de lo que dices. O dilo con cuidado. Aunque el cuidado escasea cuando hay tantísimo dinero de por medio: el que permite a las casas de apuestas grabar anuncios que recuerdan a producciones de Hollywood, contratar a astros del fútbol para que vendan las apuestas como algo épico o subvencionar a los mejores clubes de fútbol para que luzcan la marca en sus camisetas.

Nadie piensa en la ética o en la moral mientras la cuenta bancaria engorda. Por todo eso ya se compara a los nuevos jóvenes ludópatas con la generación perdida por culpa de la heroína de los años 80. Otro tipo de adictos, pero adictos al fin y al cabo.

El hijo de mi conocida terminó por reconocer su problema. Pero fue necesario que su madre le denunciara y que la policía tomara cartas en el asunto. También la intervención del servicio público de salud mental y de un psicólogo privado. Ambos le ayudaron a superar la terrible ansiedad que le generó dejar de apostar, y la depresión que llegó después, producto de la desmotivación, la culpabilidad, la vergüenza (no sé por qué orden). Está claro que el precio que tuvo que pagar fue mucho más allá de lo meramente económico: su autoestima, sus amistades, su precioso tiempo en una preciosa época de su vida, su salud y su tranquilidad.

Su madre, por cierto, aún tardará cuatro años en devolverle al banco los 7.000 euros.

* Escritora