La idea de plantarse en la playa le provocaba una mezcla de pereza y hastío aumentada con el paso de los veranos. Jamás le cogería el punto a esas cosas que Marisol, su mujer, disfrutaba con tanta intensidad. No le gustaba tumbarse en la arena y dejar la mente en blanco. No le gustaba meterse en el agua y colocar el cuerpo a merced de las olas, así como flojo, Manolo, eso es lo mejor para descargar estrés. No le gustaba pegar la hebra con la familia de al lado, mira qué casualidad, si somos casi vecinos, lo que yo te diga, Manolo, el mundo es un pañuelo.

Sin embargo, Manolo nunca se había planteado buscar una alternativa vacacional alejada del paseo marítimo de Torrox o de cualquier otro paseo marítimo. Si tocaba playa, pues playa. Además, los niños tiran mucho y un padre hace lo que haya que hacer para contentarlos.

Al fin y al cabo la playa también tenía cosas buenas. Sobre todo el momento de irse, llegar al apartamento, poner el aire y darle el primer trago a una cerveza bien fría. Una pena que el mundial no durara dos meses. También era interesante la observación del variado muestrario de actitudes y conductas que ofrece el personal aficionado (o resignado) a solazarse en el medio acuático. No obstante, Marisol interpretaba malévolamente que lo que atraía la atención de su esposo en ocasiones era el vigor anatómico de ciertas bañistas acostumbradas a lucir sus encantos sin ataduras.

Aquel día sin ir más lejos, el primero que se quedaron a comer, después de pasarse de la raya con los filetes empanados y la sandía, Manolo se percató de que Marisol estaba enfadada. Él: ¿qué te pasa?. Ella: tú sabrás. Él: yo qué voy a saber. Ella: tú nunca sabes nada. Él: venga mujer, dime. Ella: que no se puede ir mirando los culos ajenos así como así, Manolo, eso es lo que pasa. Él: eso es falso. Ella: ¿tú te crees que yo soy tonta?

Como Manolo siguió empeñado en que no se había deleitado en la contemplación de ningún culo ajeno, Marisol se levantó de la butaca como una autómata y en dirección a la torre de vigilancia del socorrista dibujó con los dos índices un rectángulo imaginario. Había pedido el VAR. Manolo fue obligado a subir a un habitáculo en el que tres mujeres vigilaban a través de sendas pantallas. Buscaron el corte: Manolo jugando a la palas con el niño, Manolo fijándose con torpe disimulo en un trasero juvenil con tanga fluorescente e incluso mascullando (zoom): «Madre mía del amor hermoso». La indignación de Marisol llegó a su punto culminante. En un aparte deliberó brevemente con el comité de supervisión: pena máxima. En ese instante, Manolo empezó a sudar mucho mientras su mujer le hablaba muy de cerca: «Cari, espabila, que te has quedado traspuesto y te está dando el sol. Que me voy a dar un paseíto por la orilla». Antes de alejarse Marisol añadió «no les quites el ojo de encima a los niños», algo que Manolo cumplió a rajatabla, al menos durante un ratito.

* Profesor del IES Galileo Galilei