Para aquellos que alimentaron su infancia y primera juventud con películas de romanos, la expresión «guardia pretoriana» ha de resultarles muy familiar: un cardumen compacto de hombres armados que siguen la estela del emperador con un chasquido de chatarra mohosa y herrajes viejos. Podían llegar a ser belicosos en extremo, pero casi siempre se limitaban a estar allí detrás como un grupo escultórico que solo adquiría movimiento si las cosas se ponían mal de veras. Imposible borrar de nuestra memoria quincuagenaria la imagen de este grupito de robots que, en defensa de su jefe, desenvainaban sus espadas con un grado de coordinación que para sí desearía nuestro equipo olímpico de natación sincronizada.

No puedo dejar de evocar a la guardia pretoriana cuando veo avanzar decidido a Pablo Iglesias por los pasillos del Congreso en esas ocasiones en las que se dispone a revelar alguno de sus extraordinarios mensajes (tipo «me nombro vicepresidente», etc.). Un grupo de hombres y mujeres le sigue muy de cerca con paso también decidido, y aunque a veces le alcanzan y parecen mezclarse con él, siempre queda claro --el lenguaje corporal, como el algodón, no engaña-- quién corta allí el bacalao. Luego, cuando el líder proclama ya estático su declaración (y los fotógrafos recuperan el resuello), el grupo permanece detrás en un silencio tenso y respetuoso, punteado por discretos asentimientos de barbilla y alguna tos nerviosa. Me resulta especialmente conmovedor distinguir en ese friso de dóciles soldados a Alberto Garzón, joven coordinador federal de IU y miembro del PCE.

Para la gente de mi edad el PCE representó en su infancia y primera juventud (sí, justo cuando veíamos por TV a Calígula nombrar cónsul a su fiel Incitatus) una institución muy respetada. Era «el» partido sin más, duro ariete contra los muros de la fortaleza donde el dictador se había guarecido --cada vez más afónico y debilitado-- del liberalismo, la masonería, el judaísmo y demás jinetes del Apocalipsis. Ver ahora al máximo representante de ese partido histórico al fondo de un estrado donde Coleta Morada proclama muy serio la cuadratura del círculo (o el derecho a la autodeterminación de los vecinos de El Burgo de Osma: «¿alguien teme acaso a las urnas?», ironiza) me sume en una gran melancolía. ¿A dónde llegaremos? Muchos dirigimos nuestras miradas, no sin cierta aprensión, hacia el malabarista Pedro Sánchez, capaz de lanzar al aire las bolas del plurinacionalismo sin que se le caiga al suelo ningún territorio histórico --o, al menos, eso promete--. ¿Veremos algún día al líder de ese otro partido venerable, como un pretoriano más, asentir rotundo a la decisión de Iglesias de plantear una inmediata moción de censura contra el FMI (o contra la Casta, o la Triple Alianza, o el Consejo Intergaláctico Citerior, o quien sea que toque en ese momento)? ¿Contemplaremos sus labios apretados en firme rictus de certidumbre --junto a los labios no menos firmes de Garzón-- cuando el antiguo profesor de la Complutense alabe la capacidad de Lenin de «convertir lo imposible en real» (como si traer a la realidad veinte millones de cadáveres --hasta entonces solo potenciales-- fuera un logro político extraordinario)?

Ahora que tanto se debate sobre el lugar exacto donde se encuentra ese jabón escurridizo que parece ser la democracia (si en las urnas, si en las leyes, si en la gente que asalta autobuses turísticos); ahora que tanto se potencia la democracia en todos los ámbitos de la vida social (escuela, familia) y se ensalza su presencia en la vida interna de los partidos, me pregunto si no habrá llegado el momento de pensar también en los votantes de un partido, no solo en sus militantes. Me refiero a la posibilidad de que aquellos participen de algún modo en la decisión sobre quién encabezará la candidatura del partido al que pretenden dar su voto. A Sánchez lo han nombrado 74.223 militantes socialistas (y no los 20 o 30 capitostes de antaño), pero está claro que con ese número de votos el PSOE quedaría en unas futuras elecciones no muy lejos en escaños del Partido Humanista o del P-LIB (Partido de la Libertad Individual). Me consta el temor de muchos votantes del PSOE de ver alguna vez a Gran Bandera Sánchez, junto a Garzón, asintiendo a la última chorrada que a Coleta Morada se le ocurra, en uno de esos giros irónicos de la historia en los que, según Marx, lo que primero fue tragedia se repite luego como farsa.

* Escritor