En el cetro de la oratoria parlamentaria española actual detentado por Felipe González ocupa sin duda un lugar destacado su cualidad y calidad de estadista reconocido a nivel mundial (Desde un breve saludo en la Sevilla de finales de mayo de 1964, tras una memorable intervención de D. Manuel Giménez Fernández en la defensa de una tesis de doctorado en la Facultad de F. y Letras, el anciano cronista no ha vuelto a encontrárselo…). En la fecha indicada sus años de aprendizaje en el arte de Demóstenes podían darse por conclusos. Sus modelos vivo estaban ya tallados en la memoria colectiva de una ciudad como Sevilla agraciada por el destino en su contemporaneidad con oradores incluidos en el censo más acribiosa de la excelencia. Por la kalendas señaladas había tenido ocasión de aprovecharse de las lecciones singulares de D. Manuel, de las de un reputado orador tribunicio, D. Francisco Elías de Tejada y Spínola, celoso e incomparable celador del más quintaesenciado ideario de la Comunión Tradicionalista, y de las del egregio civilista D. Alfonso de Cossío, maestro del abrillantado y colmado foro hispalense, sin que tampoco faltara a la cita un afamado catedrático de Derecho Internacional, D. Mariano Aguilar Navarro --trasladado, como el anterior, al término de su esplendente carrera académica a la Facultad de Derecho de la Complutense--, de verbo caudaloso e insuperablemente erudito, pero acaso menos estético que el de sus otros colegas susomentados. Mas, desde luego, no se podía exigir a la Fortuna por un joven abogado que deseaba hacer de la palabra un vital elemento palentocrático de un país abocado ya de modo ineludible a una cita decisiva de su larga y, en conjunto, refulgente marcha por la historia universal. Así, con una dilatada instrucción remota en el cultivo del bien decir, Felipe González afrontó el formidable envite de reverdecer los laureles de la oratoria política cosechados en la filas del PSOE histórico que le era más próximo a su axiología y sensibilidad: el de Indalecio Prieto. No defraudó a los que, en momento singularmente delicado en la trayectoria ya centenaria de su partido, apostaron por su liderazgo, debiendo acaudillar a unos correligionarios que, como siempre en el pasado, creyeron en el vir bonus, peritus dicendi.

Bien sabido es que D. José Luis Rodríguez Zapatero realizaba en los inicios de la benemérita Transición una excursión autumnal y anualmente a la bella Asturias para escuchar embelesado a su por aquel entonces idolatrado Felipe González, cuyas auras oratorias desprendían en la recordada época un fulgor centelleante. Después, en el silente y frígido León, repasaba e imitaba incesable e incansablemente las enseñanzas que recogiera del discurso de su venerado guía.

Respecto a los orígenes de la oratoria política del actual Presidente de Gobierno, no es fácil encontrar un hilo conductor. Mas indudablemente en su formación superior en la Universidad María Cristina de El Escorial, regentada desde sus comienzos en 1881 por los frailes agustinos, de acreditada fama ‘liberal’ en el tránsito del XIX al XX protagonizado por la polémica anticlerical, se encuentra la clave del tema glosado. Si su bien y celosamente opacada estancia en dicho establecimiento no permite hipótesis fundadas en datos incuestionables, resulta con todo asaz probable que, durante sus muchos paseos por los impactantes y gengiskánicos corredores y pasillos, la sombra de su más célebre alumno --D. Manuel Azaña-- le viniese al recuerdo como ejemplo a seguir, al menos en el terreno de la oratoria pública.H

* Catedrático