Hace unos días, hablando con un gran intelectual, le contaba cómo en mi infancia ni un mal caramelo pude saborear a gusto porque allí estaban las cabezas de chinitos y «negritos», huchas suplicantes y provocativas prestas a tragarse nuestra perragorda caramelo, y la monjita nos lo recordaba con frecuencia: hay que sacrificarse por los chinitos, negritos y sobre todo por los pecadores, pero nadie nos explicaba qué les pasaba a unos y otros para, sacrificio más sacrificio, sacarlos adelante. Por mi parte, a los grandes pecadores los imaginaba en las llamas del infierno de las cuales yo podría salvarlos rezando y haciendo aquellos absurdos sacrificios de no darme jamás ni un pequeño gusto, pero, ¿qué pecados hacían? --me preguntaba yo--. Son rojos --me dijo un día mi amiga--. Y nos santiguábamos al pasar por su casa. Mi amigo se reía, al tiempo que afirmaba con la cabeza, dado que él también fue vítima de las cabezas huchas y de los pecadores. Después -le seguí relatando--, pero en estos tiempos nadie habla de pecadores y ahora si sé quienes son y ¡vaya si los hay con nombres y apellidos! pero nadie se santigua ante ellos, sino que por el contrario a la menor presencia, reverencias y más reverencias. ¿Y para eso yo toda una infancia y juventud sin pensar cosas feas, sin mirar cosas feas que, por cierto, eran preciosas, privándome de caramelos y chufas, mis chuches preferidas y de posible alcance económico? ¿Dónde han ido mis noches de rezos y penitencias por los inexistentes pecadores? ¡Ahora, ahora hay que pedir, no por ellos sino para ellos, justicia, que yo soy de las que compadezco al delincuente, pero sucede que ahora están, estamos, pagando justos por pecadores.

Y a eso no hay derecho. Al delincuente hay que darle un escarmiento.

* Maestra y escritora