Recuerdo una escena de pastelería de luxe. En un corrillo de señoras (pendientes de bola gorda y peinado Carmen Sevilla) se comentaba: «Pues en algunos países es legal, para el cáncer. Pero ahora le quitan ese efecto, lo que te pone... cachonda». Risitas. Y aquí se nutre toda controversia en torno a la «normalización» (así lo llaman) de la marihuana. Es el miedo al colocón, a eso que te pone cachonda y te suelta para manifestar lo que late bajo la carcasa, el uniforme, la sonrisa, la culpa. No importa si funciona como el mejor antiemético en quimioterapia, o si resulta infalible en asma, esclerosis, glaucoma (a esto lo denominan «uso compasivo»). El problema surge cuando ¡los sanos se lo pasan bien! Pero atiendan a las imágenes, fíjense en las colas a las puertas de los establecimientos autorizados en Uruguay, Colorado, Canadá. ¿Qué ven? Destacamento de barbas, rastas, pintas, es decir: mercado, con sus propias «normas para la correcta administración», quizir: experiencia en el tema, conocimiento de causa y efectos, etc. Mucho más normalizado que la vasta población de farmacia mayoritariamente insegura, desinformada, que elude con desidia toda aproximación a un prospecto (guía igualmente imprecisa y desorientadora).

Como decía, de nada sirve la presencia de la marihuana en el vademécum milenario de Levante a Poniente. Su acción moduladora de las percepciones, la generosidad con que nos ofrece recovecos ocultos de este espejismo llamado realidad es, para las mentes limitadas, «distorsión» de la realidad. El otro urbanomítico, falso efecto yupi, el panaceico-revolucionario según el cual su fumada Señoría meditará decisiones y cancelará contratos con Arabia Saudí tampoco preocupa al inconsciente colectivo sancionador. No. El THC no arruinará ni salvará tu vida, si tú no te rindes o actúas, respectivamente. Y lo sabes. ¿Entonces? La mojigatería; ahí reside tu/el problema.

* Escritor