Hace solo unas semanas, la Cadena Ser organizaba en la sede cordobesa de la Fundación Cajasol una tertulia radiofónica con público sobre el tema Patrimonio y mecenazgo que puso sobre la mesa los aspectos más destacados --positivos y también negativos--, de una práctica muy en boga, una nueva forma de hacer que trata en alguna medida de trasladar a la sociedad la responsabilidad última sobre temas que tradicionalmente en España han dependido de lo público; cuestión, pues, polémica donde los haya, si tenemos en cuenta premisas como la actitud displicente --cuando no temeraria-- que algunas instituciones adoptan ante los legados colectivos propiciando en muchos casos su pérdida irreparable, el concepto cada vez más asumido de que la conservación de lo propio nos corresponde a todos, o que muchos ciudadanos ya se sienten suficientemente esquilmados por el Estado y sus cargas fiscales como para aceptar además el sobre-esfuerzo añadido de contribuir a una tarea que debería estar protegida por ley y atendida con sus impuestos. Iniciativas en las que mirarse las hay. Sirva como ejemplo la desarrollada en Italia bajo el lema Art Bonus (Mecenati di oggi per l’Italia di domani), regulada por ley en 2016 cuando tras sólo dos años de recorrido había superado ya los 100 millones de euros donados por unos 3.000 mecenas culturales, en su mayoría ciudadanos de a pie que obtuvieron ventajas fiscales del 65%. Hasta el año de su regulación legal, 3,5 millones de euros fueron aportados por personas físicas, algo más de 45 millones por entidades y fundaciones bancarias, y alrededor de 51,1 millones por empresas, con un reparto geográfico que bascula ostensiblemente hacia la Italia rica: más de 33 millones Lombardía, 11 y pico el Veneto, en torno a 16 Piamonte, 15,8 Toscana, alrededor de 11 Emilia-Romagna, 4,7 el Lazio, 2,3 Liguria, y por debajo de uno, que tampoco es que esté mal, el resto de las regiones. Son datos publicados en el libro Un patrimonio italiano, Beni culturali, paesaggio e cittadini (Novara 2016), de Giuliano Volpe, para quien se trata de una verdadera revolución, testimonio de una nueva relación entre ciudadanía y patrimonio --considerado en cierta medida durante demasiado tiempo propiedad privada por determinadas élites--, que pone al país vecino a la cabeza del mecenazgo cultural en Europa, tan importante en momentos de crisis económica y de valores, de retracción generalizada y violenta de la financiación pública que hasta ahora venía representando la principal, cuando no única, fuente de ingresos para los trabajos relacionados con el patrimonio en sentido amplio.

En España las cosas son algo diferentes, por más que contemos con ejemplos significativos de patrocinio como el de Repsol en Carteia o Cartagena. «Es necesario reclamar nuevos y decididos apoyos políticos, legales y administrativos para el ejercicio de la práctica arqueológica», escribía Felipe Criado en 1996, cuando la arqueología española estaba en pleno boom y lo único que parecía exigir, más allá de titulación específica, era algo de orden para gestionar el frenesí del dinero, templanza para unificar criterios heurísticos y metodológicos, y mucha cordura para intentar que la brecha entre la gestión y la investigación no se hiciera aún más grande; desiderata que terminarían por revelarse infructuosos y un tanto utópicos. Se encuadraba tal petición en un marco de financiación predominantemente pública sostenida por el Estado o las comunidades autónomas, destinada en particular a iniciativas académicas, sistemáticas u «oficiales», y complementada con el apoyo eventual de promotores privados en los controvertidos campos de la arqueología preventiva y de urgencia; panorama que sensu stricto no ha variado demasiado puesto que los agentes económicos continúan siendo los mismos, si bien la crisis ha recortado las subvenciones hasta casi hacerlas desaparecer, limitadas a proyectos emblemáticos o que gozan de especial favor político.

Vivimos, pues, una situación inédita (de nuevo...), que nos ha pillado hasta cierto punto desprevenidos, y que no sabemos bien cómo enfrentar, si no es reclamando más que nunca un amparo legal y político del patrimonio que garantice su protección y favorezca su financiación también por vía privada, o por lo menos mixta; siempre, obviamente, bajo la tutela y la guía de la Administración competente. De ahí el recurso a la ciudadanía, que habrá de dar un paso adelante y asumir su corresponsabilidad en la investigación, el sostenimiento y la divulgación del patrimonio arqueológico, pero también ejercer de ariete para no ceder bajo ninguna circunstancia a las exigencias ideológicas y cortoplacistas de los responsables institucionales, o mercantilistas de la sociedad de consumo, tan propias del capitalismo salvaje que nos desuella a diario.

* Arqueólogo