El cierre y la venta del monasterio de Santa Isabel de los Ángeles han provocado lógica inquietud entre los cordobeses amantes de su patrimonio histórico-artístico por el incierto futuro que se cierne sobre el conjunto conventual y sus tesoros, bien estudiado por la historiadora de arte Purificación Espejo. La crisis de vocaciones que sufren los cenobios femeninos de vida contemplativa, que se intenta mitigar en las últimas décadas con la incorporación de monjas latinoamericanas, ha motivado sin duda el cierre de Santa Isabel, que no es un caso único. A lo largo de los últimos siglos ya se fueron suprimiendo otros conventos, como Santa Clara, Santa Inés, la Concepción, las Agustinas, las Dueñas, Regina, Santa María de Gracia y, más recientemente, el Corpus Christi (en este caso, por traslado a un nuevo edificio), lo que con frecuencia originó la desaparición o dispersión de sus colecciones artísticas.

Otros conventos femeninos de clausura que se mantienen activos, como Santa Cruz, Santa Ana, la Encarnación, el Cister, las Capuchinas o Santa Marta, atraviesan por circunstancias parecidas al de Santa Isabel, con futuros bastante inciertos dado el paulatino envejecimiento de sus monjas, no siempre compensado con la incorporación de nuevas vocaciones. Esta situación afecta, sin duda, al futuro del patrimonio histórico-artístico cordobés, sin que se perciba por parte de quien corresponda --la Iglesia diocesana o las propias comunidades religiosas-- un plan de futuro que asegure la protección y conservación de sus importantes legados artísticos, en gran parte ocultos tras el severo cierre de las clausuras.

La incoación de un expediente de declaración de Bien de Interés Cultural emprendido ahora por la Delegación de Cultura de la Junta de Andalucía aporta cierta dosis de tranquilidad protectora, aunque sorprende que a estas alturas del siglo XXI no estuviese ya protegido oficialmente un monasterio cuya iglesia es, según los especialistas, «de las soluciones más bellas que produjo el manierismo cordobés», en la que está documentada la sucesiva intervención de los arquitectos Juan de Ochoa, Sebastián Vidal y Bernabé Gómez del Río entre finales del siglo XVI y mediados del XVII. Es singular la bóveda esquifada, ricamente decorada, en la que figuran textos alusivos a su dedicación por don Luis Gome Fernando Fernández de Córdoba y Figueroa, IV Señor de Villaseca, cuyo escudo policromado certifica en el centro de la bóveda un mecenazgo que tratan ahora de ignorar las monjas, traicionando así el origen religioso del edificio.

Los miles de cordobeses (¿debo añadir también cordobesas, como manda esa nefasta moda que está desnaturalizando el lenguaje?) de los barrios populares que tradicionalmente acudían los miércoles a pedirle salud y trabajo a San Pancracio, seguramente no se percataban del valor artístico del templo, en el que destaca su retablo de piedra presidido por los relieves policromados de la Visitación y la Coronación de la Virgen, labrados por el escultor sevillano Pedro Roldán en 1682. Son las joyas de la corona, pero no las únicas obras de mérito que atesora el templo, en el que también pueden admirarse imágenes de los siglos XVII y XVIII, por no hablar de las conservadas en la clausura, entre las que destaca por su antigüedad la Virgen de las Navas, pequeña imagen de alabastro del siglo XV, o el milagroso Niño Jesús del Mayorazgo, que perteneció al beato Francisco de Posadas, que se sonrojaba si concedía una gracia, como aseguraban ingenuamente las clarisas.

Al margen del posible cambio de destino, con la marcha de las monjas Córdoba pierde parte de esas tradiciones que, aunque hoy menospreciadas por una sociedad cada vez más laicista, forman parte de su personalidad secular, como la devoción popular a San Pancracio o ese obrador del patio al que acudíamos a comprar pastelillos, yemitas de coco, perrunillas, mojicones, sultanas y otras dulzuras elaboradas por santas manos, «la dulzura de la fe», como escribió la periodista Rosa Luque

No debe alarmar la conversión del cenobio deshabitado en hotel (hay muchos en España así), siempre que se extreme la protección del edificio y se vigile la permanencia en Córdoba de su patrimonio artístico. Quizás convenga recordar que cuando a finales de los años setenta la ciudad se inquietó por el posible expolio del Palacio de Viana, el alcalde Julio Anguita (PCA) proporcionó al gobernador Ansuátegui (UCD) una ley republicana, todavía vigente entonces, que le permitió paralizar la salida de objetos con más de cien años de antigüedad hasta que se realizara su inventario, lo que abriría la negociación de su compra en 1980 por la añorada Caja Provincial de Ahorros, tan tristemente desaparecida. Todo un ejemplo de colaboración institucional que no sé si hoy podría repetirse.

* Periodista