Andalucía es una manera de respirar sin coronavirus. Una forma de estar en el mundo sin miedo, de tomarlo y pisarlo sabiendo que tus pasos son de otros, que todo esto pasará, que la vida se acaba y se renueva en lo que fuimos antes y en lo que seremos, en los que vinieron y vendrán. Andalucía no puede vindicar un nacionalismo pirenaico ni un independentismo vaquerizo -aunque aquí en Córdoba, en Los Pedroches, tengamos unas vacas estupendas- porque somos mediterráneos, porque somos atlánticos. Sí, ya sé que estamos en una época dura de concertinas y pocos conciertos para la libertad, pero los andaluces somos eso. Somos también más cosas y no pretendo hablar de cómo cada uno viva su identidad, sino de lo que he vivido y vivo: lo que soy. Yo soy andaluz por encima de todo, porque eso me hace ser español por encima de todo, y europeo, y africano, y centroamericano cuando he tenido la suerte de habitar esas tierras. No necesito enarbolar mi hecho diferencial porque no se presume de cuanto se posee, si conoces tu fuerza, lo que eres y serás. Contemplo el ser andaluz como lo contrario del nazismo nacionalista. Veo a Torra llevando sus libritos de derechos humanos y poesía a Sánchez y pienso: pero chaval, tú que vas a contarnos. Si aquí tenemos a Góngora, a Juan Ramón, a Cernuda y a Lorca, a todo el 27, a Pablo García Baena. Y lo bueno de allí, que es cumbre azulada en Gimferrer y antes Joan Vinyoli, no lo leerás porque también escriben en castellano. Tú que vas a contarnos, triste hombre con ojos de frontera, sobre la poesía de vivir. En fin, esto también puede parecer un canto nacionalista, y quizá lo sea: de un nacionalismo que nos hace hermanarnos, que nos hace sentir que todos tienen algo que aportarnos y luego lo podemos integrar en un pulso sanguíneo que no ha necesitado de ningún triste RH negativo para sentirse seguro de difusas raíces. Hoy me voy a tomar, como Manuel Machado, seis cañas de manzanilla para celebrar mi día de la patria.

* Escritor