Decía Caballero Bonald que la patria es eso que uno ve cuando se asoma por la ventana. Estaría de acuerdo con esa visión poética si no fuera porque en realidad, ahora, cualquier ventana nos asoma al mundo entero. En un mundo global mi patio de vecinos abarca los cinco continentes. El día a día de mi vida depende de forma imprevisible casi de cualquier suceso que tenga lugar en el mundo, como el batir de alas de la mariposa en la teoría del caos. Y, sin embargo, sigo rumiando a Caballero Bonald...

Hoy abrí los ojos a las cinco y, antes de las seis, justo un segundo antes de que sonara la melodía recurrente de mi alarma, ya estaba rociándome la barba con espuma y pasándome una cuchilla de afeitar de triple hoja para dejarme la piel suave como el cultito de un bebé (no sé para quién). La luz de membrillo de este otoño, que se resiste a llegar, no acaba de despertarme. Sí, el agua fría de mi termo de gas estropeado. La vida te pone la carne de gallina también en las pequeñas cosas.

Me lavé los dientes con mi cepillo eléctrico, me enjuagué con elixir bucal y me preparé un gran zumo de manzana, zanahoria y tomate. Ya no compro más zumo envasado, o néctar o concentrado o como quiera llamársele, ni siquiera ese rico zumo de naranja con pulpa a esos milagrosos 0,95 céntimos el tetrabrick de litro. El problema era tener que lavar cada una de las cinco partes desmontables de la licuadora, pero me he hecho el cuerpo a ello.

Qué bien sienta el frío de la mañana en la cara cuando uno sale de casa en busca de su primer café. Hoy la cafetería del Rectorado estaba llena de cazadores en busca, supongo, de la renovación de su licencia en la Comandancia de la Guardia Civil. Y los guardias de todos los días saludaron con energía al llegar a la barra. La televisión lanzaba sus noticias sobre Puigdemont pero ya resulta cansino todo lo que se cuenta de este pobre hombre sin patria en busca de audiencia.

Tampoco pongo ya azúcar, ni medio sobrecillo ni una pizca ni nada, en mi café. Todo lo amargo es bueno porque es señal de que tiene polifenoles. Juan Antonio llegó hablando con Manolo por el móvil y sin soltarlo me saludó, hablé yo también con Manolo, se pidió un té, pagué yo el té y mi café, hablamos de lo corto que llevo últimamente mi pelo (solo dios sabe por qué) y lo dejé hablando con Manolo de sus cosas. La voz inhumana de los teléfonos siempre me recuerda a Jean Cocteau.

Si no llega a ser por Juan Antonio, se me habría olvidado recoger a Rafa en el taller donde dejó su coche. Llegué justo antes de que entrase en pánico al no verme a las 9:15 y el mito de mi impuntualidad se hiciera tan real como su obsesión por estructurar el tiempo. Camino de Rabanales me transmitió su miedo irracional a una velocidad superior a los 80 kilómetros por hora.

Todos los días hay problemas, grandes y pequeños, distribuidos según una ley de potencias con oscilaciones de fondo. Los problemas grandes son casi siempre menos frecuentes que los pequeños. Pero lo cierto es que no hay día en que no me encuentre con algún alumno con un problema que termina siendo también mío. Y, aun así, no me quejo. Me gusta mi trabajo: me hace feliz cuando ayudo a que un estudiante se acerque un poco más a su destino, que siempre debe estar lejos de la universidad. Este es un lugar de tránsito. Quizás por eso me gusta esta empresa. Lo mismo que me agradan las estaciones y los aeropuertos.

Acabé la mañana esperando un AVE con el corazón en un puño hasta que el tren se detuvo. Y el resto del día pareció gravitar sobre un instante. Mi vida, mi vida de principio a fin, con todas las historias pasadas y futuras, está toda hoy aquí, en este mismo instante en el que todo ha cobrado sentido de repente. Ahora sé que mi patria eres tú.

* Profesor de la UCO