Anochece en el patio. El abuelo se sienta en el humilde claustro, que la abuela enjalbegó a base de paciencia y tradiciones. Un cubo de cal viva, el agua, la escobilla, la vecina que vino a compartir. El corazón del abuelo se pierde en la melancolía de los aromas. El gato a los pies. Los cansados pasos. El bastón. La vieja silla de enea y tantos días. El almanaque. La tortuga. El azulejo de san Rafael. Gotea el grifo de la pila. La verdina y el culantro. Aún quedan golondrinas en el cielo oscurecido. Acabaron de pasar los visitantes. Rostros, pies, palabras; prisas que lo miran todo sin ver nada, sin pararse, y acaban siempre yéndose. Se abren los dompedros, se cierra la achicoria. El abuelo tiene vidriados los ojos de tanto mirar en la nostalgia. Su corazón sigue en lo más hondo del pecho. ¡Se fue el tiempo tantas veces de sus manos! Aquel patio lleno de familias, que parecía que siempre iban a vivir en él. Otros abuelos, otros hijos, otros nietos. Aquellos mayos humanos, sencillos, cotidianos. Y noches, albas, mediodías. Y tardes, para acunar más confidencias. Pero vinieron años que nadie imaginó; otros trenes y sus lejanías. Andalucía, una vez más, se desangró de almas. Córdoba se estremeció en otro silencio que no reconocían las calles, sus puertas y ventanas. Ya no fue el silencio milenario de su latir hondo, lleno de humanidad, sino el silencio del vacío y de la nada. ¡Cuántos cuartos abandonados poseídos por el viento y la carcoma! Aquellos hombres y mujeres se tuvieron que marchar de sus patios. Con su sangre formaron el ladrillo y la argamasa con la que otros levantaban sus mundos de asfalto y rascacielos. Cambiaron la dignidad por el olvido. Y a base de sangrar, perdieron la memoria, las esencias, las raíces, la paz de ser alguien ubicado en una tradición. Y en esa soledad, oscura, monótona, sin alma, concibieron hijos para los hijos de la ausencia. Ahora éstos, descreídos, amorfos, sin ternura, dicen que ya no son España, porque España les roba, los maltrata, los invade, los humilla. Ahora no quieren pronunciar una misma palabra, común en miles de palabras, sino voces que no los reconocen porque no les pertenecen. Ahora nos perdemos todos, diluidos en una masa amorfa en la que nunca más regresaremos al hogar que nos mantuvo vivos.

* Escritor