-¿Es aqueste por ventura el palacio del Marqués?/ -En él estáis caballero.../ dígame vuesa merced.../ -Ver el Burlador quisiera.../ -Será de forma andariega / De patio en patio a través.../ -¡Voto a bríos, que andar es! /Mas... pláceme en sobremanera / ¡Los tickets que sean tres...!

Y eso si los hubiera... (que también rima; y perdón por no haberme podido sustraer a esta «recreación» inicial). Porque en el de la Merced no habían pasado veinticuatro horas cuando ya estaban cubiertas todas las plazas y en el de Viana iban por el mismo camino. Don Juan sigue siendo fiel al mes de noviembre y los españoles, por los Santos, a Don Juan. La singularidad de las representaciones cordobesas no es tanto que se desarrollen de forma itinerante, que también se hace en otros sitios y desde hace tiempo, sino el marco único que ofrecen los patios y las estancias de dos de los más emblemáticos edificios de nuestra ciudad. Cada uno con personalidad propia. Ir de estancia en estancia hace irresistible evocar a Unamuno, también de actualidad en la gran pantalla, que contraponía las «moradas de queda» -los cementerios- a los aposentos de los vivos, las «habitaciones de paso». «Hay que saber llorar» nos aconsejaba en las frecuentes meditatio mortis que entreveran sus ensayos. Ortega también nos recordaba que ningún mortal aprende ni ensaya el arte de morir y Hans Küng, en una bella reflexión, defendía que morir es hacer sitio «a los que vienen después» en un último ejercicio de amor y responsabilidad. En cualquier caso Don Juan nunca gozará de descanso eterno mientras le requiera su público al llegar estas fechas.

En Viana, además, al espectador le cabe gozar de un tres por uno. Pues la adaptación articula, en textos, música y canto, la esencia del Burlador de Tirso, con la partitura del Don Giovanni de Lorenzo da Ponte y Mozart y con el alma del Tenorio de Zorrilla, sin que falten referencias a Moliére, Strauss y otras versiones del mito que construyeron también Espronceda, Alonso de Córdova y Antonio Zamora. Y que sigue dando guerra en la era del Metoo. La magia del entorno y la interacción con el público hacen lo demás configurando un singular espectáculo de especial atractivo.

Les tengo simpatía a los Tenorios itinerantes porque en mi Mayor -hoy Rectorado de la Complutense- allá por los setenta, montábamos su representación en diversas estancias colegiales (comedor, hall, jardín, salón de actos...) a las que iba trasladándose el público a medida que avanzaba la acción. La función podía ajustarse a los más estrictos cánones -con montajes y actuaciones brillantes que nada tenían que envidiar, salvo por la modestia, a las tablas profesionales- o entremezclar algunos «aderezos» sin menoscabo de la fidelidad a la obra. Así, por ejemplo, quienes nos encargábamos de la escenografía introducíamos, a modo de firma de cantero, semiooculto tras alguna columna, visillo u otro elemento, un personaje muy forgiano del que solo asomaban los ojos y una gran nariz. Encontrar a este antepasado de Wally era otro atractivo de la velada.

Tampoco faltaban complicidades de todo tipo con el público, con guiños a la actualidad del momento en el campus. Y los nuevos, armados de una sábana y previamente entrenados en distintas formaciones por sus compañeros oficiales en prácticas de la IPS (después IMEC), componían una tropa de ultratumba cuyo momento de gloria era la escena del cementerio. A los versos de «¡Fantasmas desvaneceos! (...) ¡Cesad cantos funerales!» el colegial al mando podía optar entre ordenar un elegante despliegue en retirada o remedar a los grises conminándola a dispersarse. Aún ensayado el resultado a veces era inenarrable.

Raro es el español que no sea capaz de declamar versos del Tenorio ni conozca alguna adaptación jocoso festiva de ellos. De una popularidad similar goza en México. El propio Zorrilla lo comprobó allí (fue amigo del emperador Maximiliano). Hasta los indios lo representaban. Eso sí en una extraña jerigonza. Al respecto lean los versos escritos por Don José, circunstancialmente de incógnito, al ser invitado a una fiesta con el Tenorio incluido: «¿Y a quién hay que se le antoje/ dejar ahora tal jolgorio?/ Vamos, venga usté a la troje/ y verá Don Juan Tenorio./ Y a mí que lo había escrito/ en la troje me metía;/ y allí al paso me salía/ mi audaz andaluz precito/ Más ¡ay de mí cual salió!/ Lo hacia un indio otomí/ en jerga que el diablo urdió/ Tal fue mi Don Juan allí,/ que ni yo le conocí/ ni a conocer me di yo». Lo de precito es un precioso vocablo a recuperar.

Tanto los asistentes a Viana como a la Diputación han podido «pasear» este noviembre dos destacadas adaptaciones -la de Viana continúa hoy y mañana- que han hecho honor a la expectación y acogida con las que siempre son esperadas. Redimamos a Don Juan. Por ejemplo, tal que así (y perdón de nuevo)... «Y cuando a Córdoba fui/ en sus palacios moré/ por sus patios discurrí/ y en todos ellos dejé/ memoria grata de mí».

* Periodista