Ezequiel, metido en años, no quiere salir de su casa, en Cardenal González. No encuentra a sus amigos y no conoce a la gente. El dice, también, que no la entiende y que le andan cambiando las cosas, las tiendas del barrio, que no le dejan un solo banco libre cuando se cansa y que andan todos como locos, con el móvil arriba y abajo, en un bullir que agobia. No entra en el Patio para no chocarse con desconocidos que hablan raro. Ezequiel acabará por no salir de casa porque, además, se le está olvidando salir «¡No hay títere con cabeza! ¡Cipote! ¡Y lo que cuesta todo...! ¡Cualquier día me echan: antes de tiempo!».

Reales impurezas, reminiscencias de las verdades únicas, después del desencanto y lo imposible. Era el silencio en el odiado, casi siempre, tiempo de los silencios. Un rincón para el alma, para las mismas interrogantes. La canción del agua. Fuente de ajedrez, de mirada y árbol, de aquellos caños sobre la superficie inquieta que desdibujaba sin parar la imagen intemporal de rostro y olivo entre nubes: aquel árbol de paz que mucho llegó a conocer de amores. Amores de muchachos alegres, sin más razón que el no saber de ellas y de soldados obedientes a los toques lejanos que, aún así, llegaban con sus prisas. Rescoldos u olvidos de los hombres y mujeres con el corazón endurecido por los rumores de añoranzas, de los sueños perdidos, hallaban, falsamente, en los reflejos inestables de aquella superficie conocida.

Era el silencio, el hueco único para encontrar recogimiento: silencio gratuito o regalo de cualquier dios de los que se adoraban dentro. Sin traspasar los muros de sillar o pagar las entradas. Sin estar condicionado a prácticas y también falsas dependencias: nadie pagaba entonces por la contemplación de tanta fantasía, de arcos o altares, de adoración y súplica: solo el ensueño en aquella vida escasa que se cargaba con la esperanza al contemplar el paso de las nubes sobre los cipreses o, más allá, el tímido tañido de la campana chica: se miraba más lejos porque quedaba espacio, allí, en el lugar y en las cabezas.

El aire templado mecía hasta vencer y volcar los aromas del azahar: flor blanca, gratuita, derramada por el viejo barrio con otros cuidados de portal o patio: azahares idénticos, aún sin bendición o inciensos..., sin más orientación que los alientos de la Sierra y el Guadalquivir.

El sueño del soldado, con el bronco rumor apenas, claramente entendido entre voces de madre , de mujeres y niños, cuando el sol calentaba a pedazos las piedras milenarias , los arroyos de plata, y el viejo cura paseaba despacio, acompañado, a veces, por un seminarista y siempre por su libro negro de breviario.

Entonces eran las tabernas, cátedras de amistad, clínicas de consejo y desahogo, hogares con voz de filosofía, calor y amor para los hombres solitarios, para aquellos filósofos de la reflexión y el silencio, que hallaban un ágora, comprobaban su propia voz, percibían el discurrir normal de su tiempo, de sus vidas, entre la voz inesperada y broncínea, que descendía del campanario.

Se perdió para siempre, se cambió y se vendió con el rumor del agua en el espejo y la sonrisa alegre, inocente, dibujó un rictus general de incertidumbre por señales y prisas; se perdió aquel húmedo suelo de piedras ordenadas en que, apenas el sol, hacía subir aromas para el recuerdo, el gozo y el ensueño. El tiempo es una prisa, la ceniza de tantas ansiedades, en mano abierta e insatisfacción real hasta llenar los pechos con la búsqueda de plenitud o nadas. Es un ajetreo en el Patio de los Naranjos, en un ambiente abigarrado de cuerpos incompletos, sudorosos, cubiertos de ojos ciegos y desodorantes; de lenguas que no hablan, que nos ocupan y guardas jurados en su papel para que nadie se pase de la raya. Para que todos paguen la entrada correspondiente. De vez en cuando, un grito de sirena que nos aleja, solo un poco, de los que sufren siempre entre los mares, que dejan sin arrullo a las sucias palomas y hacen que los gorriones, de repente, tomen conciencia y huyan con su miedo. Ingeniosa forma de regar estos árboles, con esa geometría, para que no se pierda ni una gota o una miaja de su origen, que en el fondo, vale. Perdimos el silencio de la mañana junto a la fuente y el murmullo del agua al rebotar su espejo. Perdimos el pensar en nuestro tiempo y los naranjos, escuchar nuestras voces. Es la prostitución sin más reparto, sin aspiración o creación y, ya lo lloro: por un precio que nunca vemos en nuestra mano. Sin recuerdo o con un recuerdo que se escapa.

* Profesor