El primer enemigo de la razón es el orgullo. Un orgulloso confunde razonar con «llevar la razón», cosa esta muy suya, marca de la casa, podría decirse. Para ello se ajusta un arnés de prácticas herramientas como son mentira, sofisma, exageración, simple respuesta y, en el top del orgullo, justificación. Sí, amigas. Por orgullo presenciaréis la muerte de un intelectual como tal, enredado en Twitter como pez en mar de plástico, justificando su libertad (qué paradoja). El éxito (y propósito) de Twitter y compañía reside en promover y valorar nuestra más antigua tara: el orgullo. Quizir: cuando alguien te invita a entrar en ese juego con el más que borreguil argumento de «los tiempos cambian» seguido de un implacable «tienes que» abrirte una cuenta en Instagram, etc., te está cogiendo de la mano involutiva para llevarte al infantiloide mundo del «tú más» o «pues anda que tú», cuando no al «mira qué guapa soy»: aparatos del orgullo. De modo que el sistema, digámoslo así, estanca al individuo en una carrera de justificación sin final, de exhibicionismo extremo, y lo deja ahí, con su orgullo y sus «razones» que nadie atiende porque a todos ciegan las propias. Pero ¿qué hace a toda hora un político, un concejal, un policía y no digamos un desempleado metiéndose donde no le llaman, poniendo verde, lamiendo culo, demostrando «indignación» o justificándose? Qué negligencia, ¿no?, y por encima de todo, qué atraso.

Ya en el diccionario divisamos el gran canal que separa los significados de «modernizar» y «evolucionar», especialmente en lo referido a la conducta, a la actitud. En el universo de las herramientas digitales justificadoras, la tendencia es esta: cuanto más moderno y veloz, más atrasado. Así que no. No buscaré promoción ni protagonismo en vuestro mentidero global. No me importa si los tiempos cambian. Llamadlo orgullo, pero no me divierte ir hacia atrás, sabiéndolo.

* Escritor