No se cansen, de verdad. Ahorren saliva quienes nos insisten en todo lo que le debemos a Juan Carlos I. La Transición, el 23F y los servicios prestados son el cariño que nos tuvimos y los besos que nos dimos cuando ya estamos firmando los papeles del divorcio porque no nos reconocemos.

No lo digo yo, lo sostiene el propio rey emérito. «Los menores de 40 años me recordarán solo por ser el de Corinna, el del elefante y el del maletín», le comentó pesaroso a un amigo, según recoge un perfil firmado por Antonio Jiménez Barca en El País , y lo ha clavado. Algunos mayores de esa edad también seguimos impactados por semejante triángulo de las Bermudas al que se dirigió solito a la caña de su querido Bribón el jefe del Estado. Los dos primeros asuntos, Corinna y el elefante, se pudieron relegar a la categoría de dislates bochornosos cuando pidió excusas y aseguró que no volvería a ocurrir antes de abdicar. El tercero, para qué nos vamos a engañar, es el que más duele. El trasiego de millones de euros procedentes de comisiones ilegales investigado fuera de nuestras fronteras, y que intenta taparse dentro. Esa exhibición impúdica de regalos, compras de áticos de lujo y cuentas en paraísos fiscales mientras la economía patria se hunde. No se trata tanto de amnesia selectiva generacional, o de que nadie le vaya a buscar en las enciclopedias cuando hay tanto que seguir sobre sus andanzas en Twitter y en la prensa extranjera. El maletín cargado de pasta y el contador de billetes de Zarzuela ejemplifican la desconexión absoluta entre el rey a la fuga y su pueblo, que todavía encuentra su cara en la calderilla.

Juan Carlos I sigue los pasos de su hija Cristina, también desterrada por motivos que tienen que ver con la corrupción, pero aún sexta en la línea de sucesión al trono de España. Su marido, Iñaki Urdangarin, un simple aficionado visto lo visto, cumple condena de cárcel por delitos fiscales, prevaricación, malversación, fraude y tráfico de influencias.

El que a los suyos se parece... Sería deseable, y supondría un considerable ahorro para las arcas públicas, que ambos Borbones apartados viviesen juntos y compartiesen gastos de seguridad, escolta y manutención, que no están los presupuestos generales para alegrías como repartir cortes por todos los lugares glamurosos del planeta.

La monarquía, que todo lo apuesta al peso de la sangre, se deshace de sus miembros con una frialdad que asusta. Con la opacidad que sigue envolviendo todas las actividades del jefe del Estado, Felipe VI no ha considerado necesario transmitir ningún mensaje a la ciudadanía estupefacta. Ni siquiera el paradero de quien sigue siendo rey, un secreto oficial, un lugar tan remoto como lo es la posibilidad de que devuelva el dinero. Tendremos que esperar al próximo discurso de Navidad para leer entre líneas. Menudo año 2020, el de la pandemia que se llevó cruelmente a miles de personas de la misma generación de su padre. Con la economía paralizada y un nivel de sufrimiento imposible de cuantificar, los altos poderes han invertido su esfuerzo y energía durante meses en buscar una salida exótica y discreta para quien dinamitó a conciencia su propia reputación y la de la corona. Una encomienda esa de ayudar a un sospechoso de delitos económicos, por cierto, para la que pocos habrían votado a un gobierno de izquierdas.