Puede que, si seguimos las estadísticas, siempre engañosas, lleguemos a la conclusión de que baja el número de personas que visitan Córdoba, pero desde luego no es eso lo que percibes cuando te echas a la calle para pasearla. Ocurre cualquier día, pero si es en fin de semana la cosa roza el delirio. En el casco histórico, y ya no solo por la Mezquita-Catedral y sus aledaños, si es sábado y además sábado con sol, casi tienes que abrirte paso a codazos. No lo digo como crítica ante esa masificación turística, con su consiguiente gentrificación y subida de precios, que algunos temían -parece que poniendo el parche antes de que saliera el grano si volvemos a los datos oficiales- sino todo lo contrario: para destacar la sensibilidad creciente hacia ese «tesoro» que, según resaltó el rey Felipe VI en la entrega de las Medallas de Oro al Mérito en las Bellas Artes, alberga la ciudad para disfrute del mundo. Y de los cordobeses. Porque algo se empieza a mover en los habitantes de esta ciudad que hasta ahora había sido tan desdeñosa con lo suyo.

Los cordobeses están cambiando su habitual indiferencia por curiosidad hacia lo propio. Quizá movida por el éxito que el caudal histórico y artístico de Córdoba cosecha entre los visitantes y los que no lo han sido aún pero sueñan con serlo, o tal vez un poco avergonzada por su desconocimiento atávico de tan elogiados tesoros y las cuatro declaraciones de Patrimonio de la Humanidad con que se les ha reconocido, la gente se lanza ya en cuanto puede a la calle para patearla. Unas veces por libre, y otras animada por las muchas ofertas culturales que han ido surgiendo, no todas ellas pensadas para el turismo sino para suscitar el interés local. Y desde luego lo están consiguiendo.

Hace unos días, quienes participábamos en la ruta guiada que ofrece todos los sábados la Real Academia como complemento ilustrado de su ciclo de conferencias sobre nuestros barrios -cada vez un tema distinto, desarrollado por especialistas en la materia- fuimos testigos de ese furor creciente por conocer la ciudad palmo a palmo. Cinco populosos grupos con sus respectivos guías e itinerarios nos juntamos en la plaza del Potro, que un poco más y se convierte en el camarote de los hermanos Marx, para recibir in situ las enseñanzas del pasado. Y, aunque ya no se ven aquellas bandadas de japoneses sobrevolando en torno al banderín que dirige sus pasos, estaba claro que no todos los presentes habían llegado de fuera. Al contrario, abundaban los ejemplares autóctonos. Se les conoce porque son más charlatanes e indisciplinados a la hora de dejarse guiar --siempre hay alguien que propone, sin éxito, un camino alternativo que acorte la distancia hasta el siguiente punto de interés--, y también más preguntones. Y es que de la apatía se ha pasado a la indagación cuasi detectivesca, y los que se apuntan a estos paseos --no digamos ya si son de pago, de escasa clientela local-- muestran tanto afán por empaparse de todo que dejan, dejamos, al guía exhausto.

Hay rutas y actividades para todos los gustos, y algunas acompañadas de performances que les añaden espectáculo, como la de los romanos que emprendió camino al yacimiento de Ategua para reivindicarlo o los talleres organizados por la Asociación Arqueología Somos Todos los fines de semana para revivir las antiguas kalendas. Las hay que tratan de desentrañar los misterios de Córdoba o que proponen visitas a las iglesias fernandinas --aquí el misterio está en el atino de la Iglesia con sus propuestas turísticas--; con app o libro en mano; andando y hasta en patinete. Vuelven los paseos por Córdoba, y la pena es que ya no está don Teodomiro para narrarlos.