En el amanecer apenas lluvioso de ayer se anunciaba la llegada a Córdoba de los fríos polares. No será esta de mediados de enero una lluvia -ay, si llegara, abundante y generosa- que limpie y que temple el aire, sino, a lo que parece, desagradable humedad portadora de una pequeña glaciación. En verano, las previsiones meteorológicas suelen advertir del acecho y desembarco de los vientos africanos, una calima anaranjada que se instala en los tejados y ahoga a los viandantes. Llegan las heladas del Norte, vendrán los calores del Sur... ¿Qué más prueba necesitamos de que Córdoba es el centro del mundo, del universo todo, el lugar de la confluencia de los tiempos, de los climas, de las culturas, de los saberes, de los engaños, de la definición del ser humano?

Al caminar por Córdoba con la mente suelta, oreada en un día de chubascos dispersos, podemos elegir el presente -y atender a los charcos, a las losetas sueltas, a los turistas con chubasquero y a las listas de tapas de los bares-, pero también podemos ensoñarnos en el pasado y levantar la cabeza para certificar ese blasón de un edificio en el que no habíamos reparado o mirar el río desde el Puente Romano y saber que en nuestra mirada está también la mirada de aquel primer conquistador de la Bética... O quizá, al pasar ante la puerta de Santa Catalina, que pronto olerá a incienso, intentemos otear un futuro en el que ya no estaremos y en el que el perfume en nuestras calles de la efímera flor del naranjo, que nace y muere cada primavera, perdurará en las generaciones como el agua del Guadalquivir, o los muros de la Mezquita dorados por el sol.

Podemos repasar en ese silencio interior lo que sabemos de Córdoba, no de su historia, sino de la ciudad que vivimos y pateamos todos los días. La gente brutal e inculta, la gente cultivada y exquisita, la gente que se acomoda en el privilegio de la bella ciudad sin aspirar al progreso, la gente que al mismo tiempo se organiza para atender mil causas, comparte, convive, es solidaria, sale a la calle y la llena de vida. La Córdoba roja, la Córdoba conservadora, la Córdoba que es ambas cosas a la vez. La ciudad tantas veces invadida y arrasada, tantas veces levantada, orgullosa y también acomplejada -o quizá poco ambiciosa- y te preguntas qué puedes hacer tú, de quien nadie guardará memoria cuando desaparezcas, para ayudar a construirla, a apuntalarla, a desplegar las velas de un barco que siga navegando hacia su futuro de ciudad inmortal.