Estamos en el año 2018 después de Jesucristo. Todo el casco histórico de Córdoba está ocupado por turistas... ¿Todo? ¡No! Un puñado de castizas tabernas frecuentadas por irreductibles parroquianos resisten todavía y siempre al invasor. Y el acceso no resulta tan fácil como habían leído en las reseñas para esos efímeros visitantes llegados desde Britannia, Gallia, Germania... El paralelismo con el popular cómic puede parecer una broma descabellada pero no se aleja demasiado de la realidad. Nuestro casco histórico se está despoblando de manera progresiva (10,2% desde 1998, GMU) al ritmo que cede su espacio al turismo. No se alarmen porque todavía estamos bastante lejos de las situaciones de despoblamiento y saturación turística a las que han llegado conocidas zonas de otras ciudades. La cifra de visitantes alcanzada hasta el momento (1,2 millones en 2017, INE) no sustenta que con referencia a ningún barrio de Córdoba se pueda hablar aún en esos términos que los expertos definen como «turistificación», «gentrificación turística» y ni por supuesto en su versión más extrema que han dado en llamar «síndrome de Venecia», pero no cabe duda que ya van aflorando ciertos síntomas que, a la vista de experiencias ajenas, requieren anticiparse con oportunas medidas de planificación. Los vecinos de toda la vida ya han llegado a percibir de manera directa cómo un creciente número de inmuebles residenciales mutan a un destino mas rentable como alojamientos turísticos, cómo se va sustituyendo el pequeño comercio de productos básicos por negocios de hostelería o recuerdos, cómo se les dificulta el acceso con las ahora necesarias restricciones al tráfico rodado, e incluso cómo paulatinamente se van marchando a otras zonas muchos de los que durante años compartieron con ellos barrio y vivencias. Todo esto era de esperar. Si tenemos en cuenta el auge del sector turístico a nivel global, el hecho de que nos hallamos en un país que es el tercer receptor de turistas del planeta, el incentivo de que la ciudad ostenta cuatro reconocimientos de la Unesco al Patrimonio de la Humanidad, y sin olvidarnos de mencionar otros atractivos históricos, festivos, culturales, climatológicos o de ubicación, estaba claro que este «problema» lo íbamos a tener tarde o temprano. No obstante, como dice un viejo refrán «nunca fue mal año por mucho trigo» y, tenemos que reconocerlo, Córdoba no está sobrada de mimbres económicos potentes como para permitirse poner trabas a ninguno. Es a la vista de todo esto y poniéndome en el lugar de sus vecinos, porque permanecen allí cimentando los recursos que harán posible hallar un equilibrio de cohabitación entre vecinos y visitantes imprescindible para que el casco histórico mantenga su esencia vital en el futuro, pienso que merecen gozar de la valoración y apoyo de las Administraciones Públicas por sostener con su presencia la veracidad existencial de nuestro casco histórico a pesar de los inconvenientes. Cuando paseo por sus calles, en ocasiones viéndome obligado a sortear un tropel de turistas, me alegra reconocer entre el bullicio la cara amiga o simplemente conocida de algunos vecinos que recuerdo por ese entorno desde donde me alcanza la memoria. Hacer una parada en tabernas como Bodega Guzmán, Bodega San Basilio o Sociedad de Plateros, establecimientos que no han sucumbido al neo-estereotipo de falso encanto estandarizado para el turismo, y poder comprobar que siguen correspondiendo a la presencia y fidelidad de sus parroquianos, que mantienen la mesura en sus precios, o que no han eliminado el ajo de nuestras recetas para evitar el desagrado de paladares foráneos no deja de producirme satisfacción. Lugares de encuentro y tertulia que ayudan a la cohesión social de la vida en el barrio para que Córdoba siga siendo una ciudad con carácter propio que merece la pena visitar y no el escenario impersonal de un destino turístico.

* Antropólogo