Los prevencionistas y los médicos -y, por supuesto, los médicos prevencionistas- solemos citar a un referente común: Theoprhastus Philippus Aureolus Bombastus von Hohenheim… para los amigos, Paracelso. Cito a Paracelso porque de alguna manera sus aportaciones conllevaron un cambio de paradigma en la contemplación de la medicina. Con su máxima de «nada es veneno, todo es veneno, depende de la dosis», quedaba atrás el paradigma hipocrático. Con todas sus contradicciones y aureolas de alquimista que lo anclaban al medievo, Paracelso fue uno de esos galenos que, como Servet, introdujo a la medicina en la edad moderna, impulsada por la lógica de la curiosidad.

Afortunadamente, esos conocimientos médicos han sido exponencialmente superados, pero subrayo los cambios de paradigma, acontecimientos que no suelen prodigarse de un día para otro y casi se orlan como verdades inmutables. Véase como ejemplo más gráfico el de la esfericidad del planeta, aunque aún haya iluminados que desde su terruño sostengan que la Tierra es plana. Posiblemente, se asociarían en su arcano discurso a la soberanía real, al misticismo del monarca como enlace entre Dios y el pueblo; concepto felizmente superado, y más aún en España, tras el trabucaire de constituciones del XIX y la sangrienta experiencia del siglo anterior. La soberanía no se trafica ni se doblega tan dócilmente, pues guarda las esencias de la convivencia, así como galvaniza una realidad histórica… España por más señas, pese a que a muchos se le haga una bola su vocalización.

No es baladí la cuestión soberana. Dejarse tentar por predicamentos amorfos supone reventar el bien común cuyo sujeto último es la nación española. Y una vez que los españoles conseguimos casar nuestra realidad histórica con el Estado de derecho, algunos intentan sin éxito imponer el paradigma tahúr: arrancar un secesionismo cuco, que frivolice con una identidad ninguneante, propicia a mirar por encima del hombro lo que se cuece al otro lado del Ebro.

El órdago les va a salir caro a los líderes del procés. La lúdica insolencia, que tapaba otras miserias bajo la alfombra, muestra que jugar con fuego trae sus consecuencias. Podrá discreparse con el auto de procesamiento del juez Llarena, pero no podrá negarse la meticulosa fundamentación de que existía una premeditada trama para romper las reglas del juego. La clave de su argumentación está en un adverbio: no es lo mismo actuar con violencia que alzarse violentamente, como señala el artículo 472 del Código Penal, mofándose de estas costuras de derechos y libertades. Subraya el magistrado la amortización de las suspensiones de autogobierno que daban por hecho los encarcelados: jugaban con la baza de que la suspensión no podría tener carácter indefinido, y mucho menos definitivo; así como los rebujos de la leyenda negra que, con la apostilla del franquismo, exigía debilidad del Estado para sostener cierta credibilidad. Craso error. Los procesados han querido arroparse de una democracia trilera. Como bien señaló el lúcido Fernando Savater, también en la Alabama de los años 60 había una mayoría segregacionista, y no por ello se legitimaba la supremacía del hombre blanco.

Bien es verdad que en Moncloa tenemos un presidente cuco, que ha hecho de la inacción la insoportable levedad del desentendimiento. Pero ello no atenúa la irresponsable mediocridad de los procesados. No miraban a La Meca, sino a Bruselas buscando iluminación. Y en el país del cómic, no han emulado al teniente Blueberry, sino a los hermanos Dalton, escalados con el traje de prisión. Un triste paradigma que durará lo que dicte una sentencia.

* Abogado