El mundo está en la nube. La vida entera transcurre en internet. No hay pensamiento o conocimiento que no pueda encontrarse en Google, ni barbaridad, ironía, crítica o chiste que deje de pasar por Twitter, ni reflexión o anuncio que no se aloje en Facebook, ni tontería narcisista que no amanezca en Instagram, ni recado que no se transmita desde Telegram, ni, por supuesto, noticia de interés que no deba usted leer en la web de Diario CÓRDOBA. Así las cosas, lo razonable sería que se hubiera reducido el uso de papel. Pero las impresoras siguen echando humo, y en ciudades como Córdoba, con 325.000 habitantes, se presentan al menos cuatro libros a la semana. Libros que son de papel, vaya luego o no cada publicación a engrosar el catálogo del Kindle. Los bosques no están a salvo, como tampoco lo están nuestros cerebros, inundados por el inabarcable abanico de la oferta.

Tomo una frase prestada, pronunciada por un intelectual que dejaré en el anonimato: «Me da la sensación de que no tengo vida para leer todo lo que quiero leer». Como persona culta, cabe interpretar que se refería a lecturas de calidad, lo cual deja fuera millones de otras posibilidades que encontramos en los surtidos mostradores de las librerías, donde convive lo excelso con la morralla, sin que esto quiera decir que el entretenimiento en la lectura no sea sano ni que la erudición sea siempre recomendable o digerible. Sí sería bueno que mejoraran la puntuación y las concordancias de los verbos, pero no nos pongamos quisquillosos.

El diseñador Adolfo Domínguez, que estuvo el jueves en Córdoba, decía que se lo pensará antes de publicar otra novela, que tendría que ser al menos «tan buena» como la que ahora promociona. Opinaba que «estos tiempos propician una producción excesiva», aunque también apostaba por la valentía de quien desea escribir y publicar. Es curioso que personas que nos hemos pasado la vida leyendo (y que el placer continúe) y que hasta nos ganamos la vida escribiendo, le tengamos un respeto reverencial a esa publicación llamada libro, sin tener en cuenta que, de los tres cumplimientos con los que un hombre podía considerarse tal (y ahora que las mujeres ya tenemos alma, también nosotras) hoy día es más difícil plantar un árbol o tener un hijo (esto, lo que más), mientras para escribir un libro y publicarlo aunque sea en autoedición solo hace falta un poco de tiempo libre y ganas.

Pero lo bueno de la sobreproducción reside en que se debe a que cada vez tenemos a más gente formada capaz de escribir, y, además, mientras más haya para escoger, mejor para los lectores (aunque aturda). Lo sentimos por los árboles, aunque las tumbonas de las playas y los vagones de metro siempre están llenos de libros electrónicos y tabletas, así que el papel seduce, pero no sabemos cuál será su futuro.