Casi cincuenta muertos no es poca cosa. El atentado de Nueva Zelanda es uno de los más sanguinarios que se ha producido en el marco de lo que consideramos países occidentales, aunque sea un occidente en las antípodas. Y demuestra que el odio racista no es inocuo, deshumaniza al distinto hasta convertirlo en objetivo a abatir. No importa que sean personas inocentes, niños de corta edad, en el imaginario del terrorista supremacista «el otro» enemigo representa una amenaza y hay que exterminarlo de raíz sin dudarlo. Pero si cuando hay un atentado islamista insistimos en repetir que los que lo perpetúan no representan al resto de musulmanes, que no se puede juzgar a los pacíficos por las atrocidades de los violentos, en este caso tendríamos que hacer exactamente igual. El único responsable de la matanza fue el que disparó su arma sin piedad.

Todo el mundo elogia el gesto de la primera ministra neozelandesa por haberse puesto pañuelo para asistir a la plegaria por las víctimas. Puedo entenderlo, dentro del recinto rige la ley de Dios y no la de los hombres, una ley que considera imprescindible que las mujeres se tapen en señal de modestia. Puedo comprender el gesto político pero no puedo comprender por qué unas presentadoras de televisión deciden ponerse pañuelo, no puedo entender que haya grupos de chicas y mujeres tapándose para solidarizarse con la comunidad musulmana. ¿Por qué somos siempre las mujeres las que tenemos que demostrar con nuestros cuerpos la concordia mundial? Ellos matan, ellos exterminan, ellos hacen las guerra, ellos crean y difunden los discursos de odio, ellos venden armas y diseñan perversos planes de destrucción masiva pero somos nosotras, las mujeres, las que tenemos que salir a representar la comprensión mutua, la solidaridad, la buena voluntad, la diversidad y la paz en el mundo. Y parece que el único modo de hacerlo es convirtiendo, de nuevo, nuestros cuerpos en terreno abonado donde plantar banderas: la de los islamistas para recordar a todo el mundo que les pertenecemos, la blanca de la paz sobre nuestras cabezas para demostrar rechazo al terror racista.

¿De verdad que no hay otras formas de expresar conmoción? De todo el vasto abanico de elementos que configuran la religión musulmana, ¿no hay nada más que se pueda rescatar? ¿No pueden leer un poema o buscar un versículo que apele a la no violencia? No, siempre tiene que ser el pañuelo y siempre para ponérnoslo. Cuando hay atentados islamistas nunca se hace el gesto contrario, no sale ninguna seguidora de Mahoma a quitárselo para demostrar solidaridad. Al contrario, llenamos la cabecera de la manifestación con pañuelos para que se vea que no rechazamos a los musulmanes. No rechazar a los musulmanes defendiendo, difundiendo y promoviendo el símbolo del machismo. Por la paz y por la guerra, nuestros cuerpos siempre son el campo de batalla.

* Escritora