Como si de un conjuro de todos los demonios se tratara, muchas han sido las personas que han fallecido en estas fechas pandémicas y por causas ajenas al coronavirus coincidiendo con este pandemónium.

Aunque son cifras que hay que estudiar con detenimiento y parte de la sobremortalidad podrían ser por otras causas, ha habido una sobremortalidad que sólo en la primera onda se calculó en toda España en unas 40.000 personas achacable directa o indirectamente a la pandemia y en el último estudio del Instituto de Salud Carlos III, en conjunto la cifra asciende casi a más de 58.000, siendo la cifra oficial de fallecidos de más de 33.000. Según la Universidad de Oxford además, España podría tener este años un exceso de muertes que sería el peor de la Unión Europea y un 25% más de lo normal.

Pero todas esas cifras corresponden a personas concretas con nombre y apellidos y con sus propios proyectos vitales. Decía María Zambrano que todos morimos solos. Cierto, y en el confinamiento habría que citar a Bécquer con aquel poema que clamaba al universo: «¡Qué solos se quedan los muertos!». Sin ni siquiera una despedida acompañados de los familiares o amigos en los velatorios o entierros.

El demonio sabe que nada resulta más doloroso que existir con la duda de la incertidumbre, el aguijón del recuerdo y la nostalgia de la ausencia. Como la de mi amigo entrañable desde la infancia más precoz, el insustituible José María Gálvez Arjona, enfermero montillano; con él se fue parte de mi vida. También por abril llegó al final de sus días un pediatra jubilado, Jacinto Mañas Rincón, gran poeta y escritor -el de los Poemas Desolados-, un poeta de siempre, al que rara vez es el día que no le dedico un recuerdo.

También era poeta nuestra querida Lola Peña, ateneísta de pro y Medalla de Oro del Ateneo de Córdoba por el que tanto se desvivió. Antes, allá por febrero Ana Victoria Sánchez Navajas, la administrativa sanitaria a la que tuve tanto cariño y que me acompañó en mi trabajo durante mucho tiempo, nos dejó cuando aún su vitalidad era un acicate. Y por marzo murió mi querido concuñado José Lucena Lucena, ingeniero agrónomo rambleño, hombre de gran cultura. Mi buen vecino Francisco Garrido, también merece un recuerdo, con él compartía blancas aficiones futbolísticas y ha dejado un vacío en el rellano.

Tengo que dejar un hueco especial para otra persona montillana y muy cercana, Francisca Zafra Gómez, La Tata, una mujer de siempre, que moría a finales de junio y en cuyo rostro se reflejaban los muchos avatares de la vida por los que había pasado, y sin cuya presencia la vida se hace más onerosa de lo que es, es más inexplicable. Ella forma parte de mi ara particular.

No me importa reconocer que este artículo que lo tenía en el alma desde hace tiempo, ha sido extraído casi a la fuerza por la lectura de otro de similar temática de Javier Marías en el periódico El País y por la noticia días pasados de la cifra totémica de un millón de muertos en el mundo por la pandemia y el millón de casos en España. Quizá hiciera falta un nuevo conjuro -vacunas o azar-, para que este virus desapareciera, lo que no parece aún probable. Ha venido para convivir -o malvivir con él mucho tiempo-. Habrá que ir haciéndose a la idea de que la vieja o nueva normalidad (qué expresiones más forzadas y artificiales) tiene un horizonte que si fuera el año 2022, habría que celebrarlo.

Pero así es la vida y a todos nos perseguirán también nuestras próximas pérdidas hasta la ausencia final y definitiva. Son mundos propios y ajenos, un abanico de existencias. Todas merecen un recuerdo, unas pocas palabras extraídas desde el corazón. Cada uno con sus dramas o sus virtudes, con sus dolores y alegrías, quizás anónimos, pero que como decía Pepe Cobos «de todo lo que hallamos hecho en la vida algo quedará siempre». Y para mí, estas vidas, cuando la mía sea también ceniza, serán parte del tiempo pasado pero también vivido, del kairós -el tiempo oportuno- que me tocó vivir.

* Médico y poeta