Y la vida sigue. Y la política del ruido y la confusión también. Y los problemas siguen siendo problemas. Y las soluciones, cada vez menos soluciones. Y los conocimientos, las creencias, el arte, la moral, las leyes y las capacidades que, en conjunto, dan definición a la cultura son, cada vez, más mutantes afectando a los valores éticos y a los patrones de modos de vida y conducta, dándoles una acentuada pátina de desconcertada inestabilidad.

Y las emociones ya no emocionan. Y las lágrimas son menos puras y menos creíbles. Y las esperanzas son tan lánguidas que se espera muy poco de ellas. Y se le dan demasiadas vueltas a las cosas y de tanto mareo la ciudadanía se siente como gallina en corral ajeno. Y se echa de menos el trabajo duradero. Y se olvidan las diversiones gratificantes. Y el sexo pierde todo su interés romántico y solo satisface por las bravas, en manadas cobardes y deleznables. Y los sueños ya no se sueña con ellos, son pesadillas preñadas de malas costumbres. Y el azar, el carácter y el destino de cada cual forman la rara mezcla de cosas de naturaleza distinta que es la vida misma, donde ahora se desmiente por principio, se hace oposición irreflexiva y se enmiendan todas las planas a todos y cada uno de los luceros del alba con apologías de diversas e infectas índoles. Y así es imposible conmoverse porque la insensibilidad es tanta que el dolor, el que redime, no aparece ni por asomo en el escenario natural donde debería desenvolverse una ciudadanía española y europea tan floja como perezosa, pese a los indicios de una solidaridad efectista que, más que fraternal, es un puro guión de compañerismo demagógico y publicitado ¡Cuesta pensarlo, pero más escribirlo!

Y esta es la imagen de la España de hoy: siempre de un lado al opuesto, motivadora de un regocijo que no construye ahora nada, más bien deconstruyendo lo ya reconstruido con mucho esfuerzo colectivo y muchas lágrimas tan solidarias como pretéritas. Péndulo sempiterno; jamás la del término medio, por eso la virtud es negada constantemente. Es la España del viajero inmóvil; la del poeta callado y silencioso; la de la escritura sobre el aire; la del viaje sin destino; la del mar sin sal, muy soso y sin espuma que lo alegre; la de los padres sin hijos y la de la orfandad de los propios hijos, donde ni unos ni otros saben situarse en la escena que les corresponde para que los conceptos «paternidad» y «filial» cumplan con sus respectivas obligaciones; la del andar sin pies ni caminantes; la de los muertos que hablan y que recuerdan, sin saber si odian o no «todavía»; y la de los labios que nunca besan, sellados por una hipocresía genética y por una envidia cultivada que desluce cualidades y marchita sentimientos.

Y esta es la realidad de la España de hoy: llena de ruidos, de confusiones, de incoherencias, de odios y de intolerancias. Es la España desencuadernada, con sus capítulos históricos tergiversados en beneficio de intereses perversos encaminados a un futuro detestado por la mayoría de españoles, pero calzándolo por populismos aberrantes y desquiciados. Es la España, sometida al criterio impositivo de las minorías, empeñadas en cambiar su destino, que fue acompasado, concreto y edificante, desde 1978 a 2000, consistente en arquitecturas estratégicas de bienestar y calma social, por un pandemónium insensible a las formalidades políticas, desajustado, enfrentado a las estrategias que, mayoritariamente, se consideran adecuadas para el desarrollo de la sociedad española. Y es que ya lo dice el adagio español: «Decir y hacer no comen en la misma mesa». Los españoles nos vanagloriamos de ese piquito de oro que trata siempre de vencer sin convencer; es decir, todo lo contrario de lo que debería ser.

En España, está demostrado, las ideologías escondidas en el abrigo subvencionado del espectro político, aspiran, por naturaleza, a transformarse en máquinas de pura propaganda política, aunque quieran hacer creer que, prioritariamente, aspiran a conseguir el máximo para el «Bien Común». Casi nunca es ni será así porque enmascaran su nefasta parcialidad en la adjudicación de regalos compensatorios que, financiados alicuotamente por los contribuyentes, hacen de la política una tarea poco edificante. Otro dicho español, retrata muy bien esta situación: «De principio ruín, nunca buen fin». De los principios y los fines, muchos eruditos escribieron sobre ello… ¿Los políticos que gobiernan a España sabrán algo de este tema? Hay que dudarlo…

Tan es así, que se le llama «este país» a lo que debiera llamarse España. ¡Llámese España y no este país! sin reticencias, sin miedos, sin falsedades y sin ambigüedades calculadas; con la palma de la mano derecha sobre el lado izquierdo --lado del corazón-- cuando el Himno Nacional Español respalde a situaciones y a personas que, como españoles y no gente, consigan laureles representando a España o compitiendo en su nombre.

* Gerente de empresas