Paco Campos era y sigue siendo una luz en el tiempo, el último testigo de una edad con las noches cantantes. No era solamente un hostelero, o era un hostelero que había convertido su mirada azul en una identidad, porque había sabido proyectarla mucho más lejos que sus circunstancias. En los ojos de Paco vibraba el horizonte, y también la sustancia de unos sueños que podían tocarse. Era un hombre de mundo, todo un personaje de novela que había sabido ocupar un lugar propio y magnético en la trama. Porque en eso convirtió Bodegas Campos, en Córdoba, y El Pimpi, en Málaga: en dos hermosas tramas, en dos mundos sutiles con sus universos, compartidos y cómplices, dos novelas andantes con un licor poético de fondo que podría haber escrito el gran Somerset Maugham. Porque en su mano sabia y elegante esos dos espacios rápidamente se fueron revelando no solo como dos muy buenos sitios para sentarte y pedirte un medio, o una manzanilla, y comer algo, rodeado por esos toneles de sosegado aplomo, sino lugares en los que sucedían cosas. Una copa de vino en Bodegas Campos, en Córdoba, como en El Pimpi, en Málaga, se convertía de pronto en algo más: espejos de oro líquido dentro del catavinos. Y por allí estaban -o podían estar, o haber estado, lo que era más importante, porque siempre fueron espacios con tiempo y aire propios, en una eternidad- Lola Flores y Ava Gardner, bailando con su furia flamenca y natural de condesa descalza, o Grace Kelly de espuma antes de ser princesa, guardando su perfil de disciplina y plumas entre un calor dorado. O también podían aparecer, en uno de sus patios, Frank Sinatra o Cary Grant, una princesa persa o un jefe de Estado sin escolta. Reyes y flamencos, flamencos que eran reyes, fiestas de buen tono con el brillo en los labios y las puertas cerradas a los ritmos diurnos. Era ese mundo, con su suerte de trance y de misterio. Una memoria viva en casa de los Campos, como se refería a las Bodegas tan cariñosamente Pablo García Baena. Esos milagros. Y de alguna manera, como en todos los lugares con historias visibles que se vuelven sustancia, esas escenas luego permanecían en la respiración de los toneles, a través de años y recuerdos, en ese cante hondo sobre una madrugada poderosa.

Paco Campos era el mago de ese mundo, un árbitro con reglas de tranquila armonía. La primera vez que lo vi fue con Antonio Gala, del que fue gran amigo, que siempre ha tenido en las Bodegas Campos y en El Pimpi una segunda casa, una fiesta entregada a la celebración de vivir. También los poetas de Cántico, siempre recordados por los Campos, con esa manera especial de hacernos sentir a los que no tenemos ningún otro equipaje mayor que las palabras. Recuerdo, no hace mucho, un acto emocionante con Pablo García Baena en una Navidad, en la que -como siempre, porque era hombre leal- volvió a recitar los nombres de todos sus amigos, esos antiguos muchachos de la revista Cántico que también habían sido compañeros de tasca y juventud de Paco Campos, con especial cariño al detenerse en el recuerdo de Ricardo Molina, que desde su casa en la calle Lineros había estado tan cerca de las Bodegas. Y al escucharlos parecía que aún seguía allí: en cualquier acto con Pablo y Paco Campos, Ricardo Molina era más una presencia que una ausencia. Y también ese tiempo, con sus noches doradas, y ese corredor de fiesta y brío entre Córdoba y Málaga, las Bodegas y El Pimpi, con Paco Campos de moderador o capitán de barco de la noche, en su sabia elegancia de humana comprensión.

Recuerdo algunas charlas nuestras con viveza, como si pudiera escucharlas otra vez entre esa bruma que va dejando el tiempo en el recuerdo, perdida y a lo lejos, como en algunos cuadros de Romero de Torres. No es que fueran muchas, pero para mí fueron importantes y me parece oportuno recordarlo hoy. No sé de qué manera honrarán las ciudades de Córdoba y de Málaga el recuerdo de Paco, pero yo me he sentido honrado de compartir mesa y conversación con él cada vez que lo he visto. Y esas palabras quedan.

Paco Campos era inteligente y bueno. En los últimos años lo recuerdo feliz, evanescente ya, como una llama azul, al coincidir con Pablo García Baena. Los dos vivían con voz en el presente; pero, al estar con ellos, te asomabas a otro mundo, esa estampa de bronce protegida en la poesía de Pablo. Un abrazo a toda su familia y los muchos amigos en sus dos orillas de generoso encuentro. Hay gente que pasa por la vida y la deja mejor de lo que estaba, y Paco Campos era uno de esos hombres.

* Escritor