Tímido y modesto como era -sencillo de verdad, no de pose-, solía decir con aquella sonrisa suya, entre cándida y picarona, que si algún mérito había tenido en su vida -intensa aunque discretísima, y encaminada siempre a hacer feliz a los demás- era su gran cosecha de amigos, que es el principal patrimonio que puede tener alguien dedicado en cuerpo y alma a la hostelería. Este tabernero de lujo tenía tantos amigos que en su doble funeral, el de Málaga y el de Córdoba, ambos llenos de calidez y de música como a él le hubiera gustado, las iglesias se llenaron todo lo que el coronavirus permite porque nadie quería quedarse sin dar a Francisco Campos un último adiós. A mí me pasa igual. Por eso, a pesar de que en este mismo periódico se ha escrito bastante y muy bien de Paco Campos, fallecido la semana pasada a los 86 años en la Costa del Sol, donde halló desde 1971 la libertad que aquí le faltaba, quería sumarme a su despedida recordando al hombre tierno, sentimental y generoso al que conocí en mayo del 2008 gracias al periodismo, que me ha propiciado algunos de los mejores encuentros de mi vida.

Bodegas Campos celebraba por entonces el centenario a su estilo, desplegando un gran abanico de actos culturales entre los que, ayudado por sus sobrinos Javier y Pepe, reinaba como siempre el tío Paco. Y allí que fui una tarde en que Córdoba entera era patio -fiesta a la que se unían con naturalidad los del restaurante- a entrevistar a Paco Campos, esencia del establecimiento y ya por entonces presidente honorario de su fundación a pesar de que vivía volcado en su propio negocio malagueño, El Pimpi, traslación estética y hasta ética de las Bodegas de sus amores. No podía imaginarme que aquel caballero alto y atractivo a pesar de ser ya un setentón con algún que otro achaque, de azul mirada huidiza, maneras dulces y vocecita quebrada que apenas le salía del cuerpo, iba a convertirse en un buen amigo, de esos que se ven muy poco pero se quieren mucho.

Y no es que mi caso tuviera nada de excepcional, lo raro hubiera sido no entablar querencia eterna con aquel hombre elegante por fuera y por dentro que no pretendió nunca otra cosa que sembrar armonía en torno a sí. Y como sus alrededores eran los vinos, herencia del despacho montado junto a la plaza del Potro por su padre -un soriano emprendedor llegado a Córdoba con 15 años-, al calor de una copa de Montilla-Moriles desplegó su forma especial de hacer prosperar un mesón hasta convertirlo en reputado restaurante donde todo el que llegaba se sentía en casa, fueran clientes anónimos, artistas famosos o reyes y jefes de Estado. Y así lo fueron reflejando con sus firmas en los barriles y en las fotos que, junto a una excelente colección de carteles taurinos, cuelgan en las paredes de las Bodegas y de El Pimpi, repletas de seres contentos y agradecidos por un trato hospitalario que iba mucho más allá del interés comercial. Al menor de los nueve hijos de Domingo Campos le ayudó en su empeño el carácter sensible y artístico con que vino al mundo, que le hizo rodearse de escritores -era íntimo de Pablo García Baena y de Gala- y de gente del espectáculo, sobre todo flamencos, que animaron aquellas madrugadas de vino y rosas.

Todo aquello acabó. Con Paco Campos, triste al final por la pérdida de muchos amigos y de su local malagueño -cuya venta solo le trajo sinsabores-, muere un paraíso romántico poblado de alegres fantasmas del pasado. Otros vendrán para sustituirlos. El espectáculo debe continuar.