En el mundo de Pablo Iglesias hay buenos o malos, personas íntegras o corruptas, víctimas o verdugos, políticos de izquierda o fascistas sin escrúpulos, sin ideas ni principios. Parecería que, en ese mundo ideal del vicepresidente, tener unas ideas por las que luchar legitima cualquier acción de lucha. Pero no vale cualquier idea. En su jardín ideal solo caben aquellas ideas que tienen como principio y fin la «Igualdad» y la «Libertad», dando por sentado que Libertad e Igualdad, así en mayúsculas, son valores absolutos que están sobre todos los demás derechos y no pueden estar sujetos a restricción alguna. Por eso, para Pablo Iglesias, la ley es algo marginal, que se puede y debe cambiar cuando se desee, porque debe estar siempre al servicio de un fin. Pero no cualquier fin, sino el fin marcado por las ideas buenas, que obviamente son las suyas.

Ese maniqueísmo infantil en su catálogo de ideas, y la forma torrencial de moverse por la política, lo hizo crecer con Podemos como cualquier otro populista; sin ir más lejos, exactamente igual que Abascal con Vox, la otra cara de la moneda. Por eso, al igual que todos los populistas, no admite un análisis serio y profundo. Son políticas de estudiantes de bachillerato, pero no de buenos estudiantes de bachillerato. Ni sus políticas admiten el análisis ni los aceptan ellos personalmente. Responden siempre a las contradicciones que se les muestran como sintiéndose perseguidos por sus ideas, expulsados por la casta, esa casta en la que incluyen la política, la economía, el sistema judicial y los medios de comunicación que no les siguen el juego.

Y no es que la sociedad no necesite de espíritus, personalidades y voces libres, y que las minorías y los desposeídos de todo no tengan derecho a que se les escuche y se les tenga en cuenta. Al contrario, ninguna sociedad debería creerse que puede prescindir de algunos, porque a veces esos pocos acaban siendo muchos y toda la sociedad acaba yéndose por el desagüe. Pero esas voces libres suelen terminar convertidas en payasos o, lo que es mucho peor, falsos mesías que, aparte de traicionar la causa de su revolución, terminan mutando en personajes siniestros y peligrosos. Por el momento, el populismo de Pablo Iglesias lo sitúa entre los perfiles del payaso y el falso mesías. Pero Iglesias sigue trabajando muy duro en defensa de sus ideas. De momento, su mayor éxito es contribuir a la radicalización de la derecha y dar esperanzas y aliento a los independientes que, como él, creen que su libertad y sus derechos están por encima de la libertad y los derechos de los demás. Esas declaraciones de estos días en las que compara a Puigdemont con los exiliados de la Guerra Civil y el Franquismo son un ejemplo palpable de las ideas de Pablo Iglesias y de su modo de hacer política de gobierno. Poco ha tardado Puigdemont en tomarle la palabra al vicepresidente y usarla en su defensa frente al suplicatorio en el Parlamento Europeo, donde caricaturizará a España como una democracia fallida, atrapada aún por el régimen de Franco, donde todos los poderes están conchabados para impedir que el pueblo catalán alcance la Libertad y la Justicia.

Lo inquietante de las ideas de Pablo Iglesias, no son las propias ideas, sino sus palabras. Iglesias confunde el valor de la eficacia de las ideas con el valor y la eficacia de las palabras. Se confunde cuando se reafirma en la convicción de que los políticos independentistas catalanes fueron condenados injustamente por sus ideas. Las ideas no mueven a la acción, a la malversación, a la sedición y a la rebelión. Pero las palabras sí pueden hacerlo. Y las palabras de una autoridad más todavía, ya sea dirigiéndose a una turba que espera consignas o desobedeciendo la ley y la autoridad legal. Ahí está el ejemplo de Donald Trump y los más cercanos de Puigdemont o Torra.

Sinceramente, creo que sería mejor para todos que Pablo cultivase sus ideas y les diese voz como espíritu libre, pero no como vicepresidente del Gobierno.

* Profesor de la UCO