Pablo VI y Oscar Romero serán hoy proclamados santos en Roma, durante el Sínodo de obispos, con la asistencia de prelados llegados de todo el mundo. Pablo VI y monseñor Romero, dos heroicos testigos de Cristo en el mundo contemporáneo. No se podrían definir mejor. Dos trayectorias marcadas por una fidelidad incondicional a la Iglesia que inspiró todas sus actuaciones. Pablo VI, el Papa del diálogo, lideró la Iglesia católica desde 1963, hasta su fallecimiento en 1978, dio continuidad al Concilio Vaticano II y abrió las puertas de la Iglesia a la modernidad. Todo ello desde el sufrimiento personal y una profunda humildad. Como dudaba, le llamaron el «Papa Hamlet», pero él mismo se preguntaba si no se parecería más a Don Quijote. De hecho, se trata del cuarto Papa del siglo XX que sube a los altares, después de Pio X, Juan XXIII y Juan Pablo II. El Papa Montini, de carácter retraído y solitario, habia escrito en su Diario al ser elegido: «La posición es única. Me trae gran soledad. Yo era solitario antes, pero ahora mi soledad llega a ser completa e impresionante». Las polémicas internas y el rechazo a las novedades llegaban a su despacho como un continuo bombardeo, pero él mantuvo firme el timón del nuevo rumbo eclesial. Benedicto XVI, recordándolo, decía que «sin él, el Concilio Vaticano II tenía el riesgo de no tomar forma». Su carácter más frio, distaba de la simpatía mediática de su predecesor, pero la mirada penetrante de sus ojos azules ganaba en las distancias cortas. Quizás su primera virtud fue la búsqueda del diálogo, aun en casos complejos, como el entablado con los países comunistas, las comunidades de base y las ultraconservadoras, que querían, unas, romper la disciplina con la Iglesia, y otras, que rechazaban la doctrina del Concilio Vaticano II. El 6 de agosto de 1978, Pablo VI fallecía en Castel Gandolfo. A su muerte, se dispuso un funeral austero, con un ataúd de madera, sobre el que se colocó un ejemplar de los Evangelios. Quiso ser enterrado bajo el suelo de la Basílica de san Pedro, en «tierra verdadera». «Ser todo en todos» fue su lema. Por su parte, monseñor Oscar Romero --San Romero de América--, fue un santo del pueblo cercano, de fama planetaria, como bien lo plasmaran unas palabra suyas que aparecían titulando una pancarta en una de las manifestaciones populares: «Si me matan, resucitaré en la lucha de mi pueblo». El 24 de marzo de 1980 celebró un retiro con sacerdotes del Opus Dei. Ese lunes, aproximadamente a las seis y media de la tarde, fue asesinado cuando oficiaba una misa en su querida capilla del hospital Divina Providencia. Un disparo de un francotirador impactó en su corazón momentos antes de la consagración. Tenia 62 años. En 1993, la Comisión de la Verdad concluyó que el asesinato de monseñor Romero habia sido ejecutado por un pistolero a sueldo. Desde 1977, sus denuncias se dirigían principalmente hacia un gobierno dictatorial que violaba constantemente los derechos humanos. La última la formuló la víspera de su muerte: «Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del Ejército... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la Ley de Dios que dice «no matar». Solo su martirio hizo ver a muchos, y no solo en el Vaticano, el verdadero valor de la entrega de Óscar Romero, durante tantos años, a favor de la Palabra de Dios y, en el plano más terrenal, su incansable lucha por la reconciliación en El Salvador. Pablo VI y monseñor Romero son ya intercesores nuestros ante el Padre de ternuras y bondades, en el Reino de los cielos.

* Sacerdote y periodista