El próximo 28 de abril estamos llamados a participar en unas elecciones generales de las que saldrán nuestros representantes en el Congreso de los Diputados y en el Senado. Más allá de la elección del presidente del Gobierno, primera misión de trascendencia insuperable que llevará a cabo el Congreso de los Diputados, las dos Cámaras están compelidas a cumplir sus funciones constitucionales a lo largo de toda la Legislatura.

Nuestra Constitución establece que las Cortes Generales están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado. Nuestra tradición parlamentaria española, salvo dos excepciones, se ha caracterizado por el modelo bicameral. Es obvio que el bicameralismo con presencia de una segunda Cámara de composición aristocrática o corporativa resulta hoy absolutamente desfasado en el tiempo. Por ello, la estructura bicameral solo se justifica en aquellos estados democráticos dotados de una cierta descentralización territorial del poder. La estructura bicameral que la Constitución de 1978 acoge trae causa, pues, del reconocimiento del principio de autonomía de los territorios reconocido en el artículo 2 de nuestra Constitución. De ahí que en la Constitución se reconozca una Cámara de «representación popular» (el Congreso) y una segunda Cámara de «representación territorial» (el Senado).

Pero la importancia que la Constitución da a ambas cámaras dista mucho de ser equiparable. Así, si atendemos al procedimiento legislativo, vemos que el Senado se configura como una cámara de «segunda lectura». En efecto, el Senado puede enmendar e, incluso, vetar las iniciativas legislativas remitidas por el Congreso, pero sus efectos suelen ser meramente retardatarios de las decisiones, pues en caso de conflicto entre ambas cámaras prevalece siempre la voluntad del Congreso. Y otro tanto sucede con competencias esenciales que la Cámara baja ejerce de manera exclusiva: así, el Congreso inviste al presidente del Gobierno y puede retirarle la confianza mediante la aprobación de una moción de censura o la denegación de una cuestión de confianza, convalida los Decretos--leyes, aprueba las leyes orgánicas e interviene en la declaración de los estados de alarma, excepción y sitio.

La aportación del Senado a la vida del Estado es escasamente útil. Esta descompensación de funciones a favor del Congreso produce un carácter desequilibrado, asimétrico y desigual de nuestro bicameralismo. Lo cual no quiere decir que el Senado no ejerza algunas competencias de manera privativa, como es el caso de la necesaria autorización al Gobierno para implementar medidas cuando una comunidad autónoma incumpla sus obligaciones constitucionales o legales o actúe de forma que atente gravemente al interés de España, como se establece en el bien conocido artículo 155 de nuestra Constitución.

Junto a este desequilibrio en sus funciones, nos encontramos con otro elemento que acentúa la necesidad de una reforma del Senado en clave constitucional: en España los entes territoriales dotados de autonomía política son las comunidades autónomas, no las provincias, y por tanto sería conveniente que el Senado se convirtiera en una Cámara representativa de las comunidades autónomas. Con ello se podría asegurar una participación eficaz y ordenada de las comunidades en la vida del Estado, y muy especialmente en el ejercicio de la potestad legislativa, y abrir un cauce eficaz a la relación conjunta de las comunidades con las instancias centrales del Estado. Se trataría, pues, de conseguir de este modo, que las comunidades escapen a la tentación de enfocar sus propios problemas desde una perspectiva puramente localista y reforzar así la aceptación social de las leyes, cuya responsabilidad última debe quedar sin embargo en manos del Congreso de los Diputados. Este nuevo modelo de Senado ayudaría también a facilitar la conexión entre las comunidades autónomas y las políticas de la Unión Europea garantizando su participación real y efectiva tanto a la hora de su elaboración como de su aplicación. Igualmente podría ser interesante su participación en el sistema de financiación autonómica.

En cuanto a la composición de un Senado que se pretenda como auténtica cámara de representación territorial, son varias las opciones posibles, pero quizá la más operativa fuera la de integrar en el Senado a miembros designados por los gobiernos de las comunidades autónomas y que el número total de senadores no sea demasiado elevado (por debajo de 100), procediéndose a una asignación mínima de un número fijo de senadores por Comunidad Autónoma (también por cada una de las ciudades autónomas) junto a un número creciente de senadores en función de la población, como forma de combinar la representación personal y territorial.

* Catedrático de Derecho Constitucional