Se ha escrito mucho y bien sobre Rafa Nadal porque es alucinante lo que ha hecho. Ha ganado doce Roland Garros no sin despeinarse, sino despeinándose de furia con la piel en la arena, sustituyendo a lo largo de los años su juvenil potencia apache por la inteligencia estratégica y la sabiduría emocional. Los que hemos crecido --o nos hemos ido haciendo viejos, que es lo mismo-- con él, somos felices viendo ganar a Rafael Nadal de nuevo, porque nos parece que nosotros también seguimos siendo jóvenes --un poco-- y aún tenemos metas que podemos cumplir. Se ha escrito tanto estos días sobre Rafa Nadal que es un poco imposible sustraerse a esa pasión, y uno ha acabado leyendo todas las entrevistas que ha tenido a mano, como si ese hombre joven todavía, pero veterano en el sufrimiento y el dolor de vencer, tuviera algo fundamental que decirnos. Y realmente es así, porque cada uno transmite con su propio carisma y él nos habla no solo en las declaraciones, sino en su manera de jugar. Y si la siguiente generación no ha llegado a imponerse todavía también es porque esta gente está hecha de una pasta distinta, como Djokovic y Federer, cada uno en su estilo; y con David Ferrer ya retirado, ha sido Rafael Nadal el que ha personificado no solo la excelencia, sino un temperamento de guerrero.

La última semana, todos los periódicos han publicado entrevistas de Nadal. Uno se ha entregado a su lectura con esa pasión extraña con que nos atrae algo a veces. Es una mitomanía que tiene que ver especialmente con la superación de uno mismo, con la capacidad de adaptación a cada nueva circunstancia de la vida y también con la actitud correcta, que viene a ser poder reconducir la adversidad en beneficio de lo que deseamos. Esto tengo: pues con esto peleo. Estas son mis cartas: pues juguemos. Algo así como la historia de Sylvester Stallone cuando escribió el guion de Rocky y comprendió que ahí estaba la oportunidad de su vida. No tenía dinero ni siquiera para alimentar a su perro y lo había vendido unos días antes; pero cuando vio cómo el desconocido y fuera de forma Chuck Wepner le aguantaba un combate entero a Mohamed Ali, que acostumbraba a derrotar por K.O. a sus contrincantes, el joven Sylvester Stallone, que apenas había aparecido como extra en Bananas, de Woody Allen, como matón en el metro, supo que ahí tenía su billete no solo al dinero, el trabajo y la fortuna, sino también a la posteridad como esencia del mito de los sueños cumplidos. Exactamente por ahí va Nadal --ya más bien Rocky IV, cuando en la cresta de su fama se enfrenta a nuevos retos para seguir midiéndose a sí mismo--, con este Roland Garros número doce, que hasta ha hecho circular por Internet un montaje que triunfa. Vemos en él su rostro envejecido y sufriente, muy bien caracterizado --parece real-- con el pañuelo azul de Nike sobre la frente y un lema debajo: Año 2048. Rafael Nadal, de 62 años, gana su 41 Roland Garros. Y con Rafa Nadal, nos da la sensación de que todo podría suceder, de que seguirá ganando eternamente, como Rocky Balboa en su regreso, y nosotros seremos jóvenes con él.

Escribió Scott Fitzgerald, en su caída: «Al final de mi vida, ya solo creo en la honradez del trabajo bien hecho y en los castigos por no realizarlo». Además creía en el amor, como descubrimos en las cartas que le escribía a su hija Scottie. Yo también creo en el trabajo y creo todavía más en el amor, y algún día me gustaría escribir algo sobre las relaciones sutiles y subterráneas entre el amor y el trabajo. Por eso me parece que el otro ganador de este Roland Garros, sin quitarle ni un ápice de mérito al gran Rafael Nadal, ha sido el francés Nicolás Mahut, de 37 años, después de caer eliminado por el argentino Leonardo Mayer. Fue un partido áspero para Mahut y lo peleó como lo que quizá era: su último partido en Roland Garros, porque ya estaba casi retirado cuando la organización decidió invitarlo al torneo y él aceptó volver por los ánimos y la ilusión de su hijo. Perdió su último partido después de tres horas y 27 minutos. La batalla había sido muy dura. Y toda lucha deja heridas invisibles. Pero igual que su hijo había bailado alegre, con él, sobre la pista, cuando ganó los partidos anteriores --ahí están los vídeos-, cuando el pequeño Natanel vio a su padre hundido, abatido en la silla, con la cabeza entre las manos, tras caer derrotado, cruzó la pista corriendo, se tiró en plancha sobre él y se quedó abrazándolo. Vean las imágenes: el tiempo se detuvo. En ese instante se paralizó el mundo.

* Escritor