Nada, ni siquiera el conflicto catalán, podrá arrebatarnos el placer, más intenso por lo menguado, de respirar el perfume del suelo mojado y ver los primeros grises de este otoño que tanto está tardando en dejarse sentir. Un poco de frío en las piernas, tal vez un estornudo inesperado, esa colcha que ya merece la pena mantener echada, las escasas gotas que una naturaleza cicatera --quizá por maltratada, horroriza pensar que el cambio climático ya esté aquí y nadie haga nada-- ha regalado en esta tarde de viernes en la que una periodista tiene, casi forzosamente, que sentirse pesimista y preguntarse hacia dónde vamos en este país lleno de imbéciles que siempre llevan razón. Miras hacia atrás en los años de profesión y encuentras muchas crisis, situaciones complicadas, sigues mirando atrás y te ves sentada en tu silla de la Complutense justo después del golpe de estado del 23-F, con el profesor analizándolo y todos con ese entusiasmo valiente de la juventud, hecho a medias de la robustez de los cuerpos y de la inconsciencia de las mentes. Pero no quieres mirar más atrás, pues las décadas anteriores, conocidas apenas en vivencia y mejor por los libros y los relatos escuchados, son ya décadas de negrura, abuso y dolor. Ahora, con un bagaje que solo incluye esa libertad obligadamente imperfecta, pero siempre pacífica, queda la duda de cómo se resolverá este conflicto de idiotas. Menos mal que está el otoño, con sus hojas amarillas y rojas y su olor nutricio a humedad.