En estas últimas semanas, fiel a esa doble moral que lo gobierna todo, la sociedad española se ha mostrado escandalizada hasta el punto de rasgarse farisaicamente las vestiduras ante la proliferación de faltas de ortografía en nuestro entorno, ya no solo entre los estudiantes de enseñanza secundaria y universidad, sino también entre los propios docentes. «Si un profesor escribe con faltas se desautoriza», rezaba el titular de un periódico de tirada nacional reproduciendo las palabras de Darío Villanueva, actual director de la Real Academia Española de la Lengua. Y yo me pregunto: ¿ahora se enteran...? Este es un problema que muchos profesionales venimos denunciando desde hace años, quizás porque lo vivimos y lo sufrimos en primera persona. Si en la universidad suspendiera todo aquél que comete algún error ortográfico, superaría los exámenes un porcentaje mínimo de alumnos. Las prisas o los lapsus momentáneos están a veces detrás de ellos, pero también los hay reiterativos; y no faltan quienes acumulan un buen número, terribles y habitualmente perdonados ante el riesgo cierto de vaciar nuestras aulas. ¿Cómo, en consecuencia, no va a haber docentes que las cometan, si ellos mismos son hijos del sistema? Con todo, no sería justo achacar el problema solo al ámbito académico. Sus ramificaciones van mucho más allá, y afectan a la sociedad en su conjunto. El triunfo de las redes sociales y el whatsapp, en los que se usa de manera habitual un idioma deformado; la permisividad por parte de la RAE, que sanciona de manera periódica esas mismas deformaciones del lenguaje y las admite en nuestra hermosa lengua con la excusa de que se trata de algo vivo; los leñazos que atizan cotidianamente al pobre español los medios de comunicación en todas sus modalidades; la pobreza intelectual y expresiva de muchos de los personajes televisivos que se imponen como modelos; o, cierto es, la ausencia clamorosa y generalizada del hábito de leer. Yo doy clase en una Facultad de Letras, y conozco de primera mano las dificultades que encontramos los profesores a diario para que nuestros estudiantes cojan un libro (por supuesto, generalizo); y, cuando lo hacen, para que entiendan de verdad lo leído, pues muchos de ellos carecen de los rudimentos mentales suficientes para una correcta lectura comprensiva; son incapaces de un razonamiento abstracto, y, huelga decirlo, pocos logran desarrollar un pensamiento o una argumentación complejos. Todo esto, como es lógico, se manifiesta en un lenguaje propio llamativamente menguado, pero también en una franca limitación a la hora de entender a quien les habla porque carecen de vocabulario suficiente y, lo que es aún más grave e importante, no alcanzan la semántica de las palabras por el hecho de que no estudiaron antes etimologías, no las han escuchado ni leído jamás, o desconocen las lenguas de las que se nutrió el español. Aun así, la pregunta clave es otra: ¿son víctimas o verdugos...?

Uno de los dramas más importantes que vive nuestro propio país es el recurrente meter mano en las leyes de educación por parte de cada uno de los gobiernos que se suceden al frente del Estado; siempre, por desgracia, para peor. Los efectos de la Lomce, que podría ser derogada de manera fulminante en los próximos meses, habrán de valorarse en perspectiva dentro de unos años; y lo que viene da miedo. Por el momento, seguimos padeciendo las terribles consecuencias de la Logse, que destrozó nuestro sistema educativo de base y se ha contagiado a la Universidad como un efecto colateral más de lo políticamente correcto, de ese querer que todos seamos iguales aunque unos rebuznen y otros teoricen sobre agujeros negros, del enrasar por abajo, de la promoción automática, de la necesidad de clientes para poder subsistir. Mientras que la dichosa Selectividad no ejerza de tal actuando de filtro real y contundente; los padres no entiendan como un demérito, desprestigio social o fracaso personal el que sus hijos elijan opciones formativas no universitarias; la financiación de las Universidades no deje de depender del número y lo haga de la calidad; no se meta mano al sistema universitario español y se racionalice, tanto en lo que se refiere al número y el reparto geográfico de aquéllas como al nivel que cabe exigir a quienes frecuentan sus aulas; y no se deje de confundir rigor y exigencia con autoritarismo o represión, estamos listos. Hace décadas que aviso a mis alumnos del bochorno que pasarán si un día se enfrentan a los suyos cometiendo faltas de ortografía, por más que seguramente estos últimos no estén en condiciones de percibirlo. La amenaza se ha materializado antes de lo previsto, pero no faltará quien la minimice restándole importancia. Para reír y llorar a la vez, dados lo esperpéntico del asunto y la gravedad del fenómeno que manifiesta.

* Catedrático de Arqueología de la UCO